Revista de Derecho, n31

enero-diciembre 2025

10.22235/rd31.4264

Doctrina

 

La obligación estatal de regular y exigir procedimientos de diligencia debida en derechos humanos. Apuntes desde el Sistema Interamericano de Derechos Humanos

The State’s obligation to regulate and require due diligence procedures in human rights. Notes from the Inter-American Protection System

A obrigação do Estado de regulamentar e exigir procedimentos de devida diligência em direitos humanos. Notas do Sistema Interamericano dos Direitos Humanos

 

Ernesto Gabriel Lago de Avila1 ORCID: 0009-0005-0329-9452

 

1 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay, [email protected]

 

 

Recibido: 18/09/2024

Aceptado: 09/07/2025

 

Resumen: El presente trabajo aborda la cuestión de la diligencia debida en materia de derechos humanos desde una perspectiva interamericana y desde el derecho internacional de los derechos humanos. Pese a que los Estados de la región se han desocupado de la regulación uniforme y sistémica, existe jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que impone en forma obligatoria —en virtud del control de convencionalidad y del artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969)— la regulación del tema. Así, se aborda cómo mediante recientes sentencias se ha dotado de operatividad a los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos de Naciones Unidas y cómo ello implica hoy una obligación internacionalmente exigible en virtud del deber de garantía del artículo 1.1 de la Convención. Por último, se sugieren seis pilares que toda regulación al respecto debería tener en cuenta en sus programas de cumplimiento y se analiza el nuevo rol del compliance officer como “auxiliar” del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, no solo ya como gestor de intereses privados de la empresa. Asimismo, se sugiere un mecanismo de verificación o supervisión estatal que debería estar en manos de un organismo independiente del Poder Ejecutivo.

Palabras clave: derechos humanos; empresas; diligencia debida; principios rectores; Corte IDH.

 

Abstract: This paper addresses the issue of human rights due diligence from an Inter-American and international human rights law perspective. Although States in the region have largely neglected to establish a uniform and systemic regulatory framework, the case law of the Inter-American Court of Human Rights imposes a binding obligation—by virtue of the principle of conventionality control and Article 2 of the American Convention on Human Rights (1969)—to regulate this matter. The paper explores how recent rulings have operationalized the United Nations Guiding Principles on Business and Human Rights, establishing them as a normatively binding obligation under international law pursuant to the duty of guarantee set forth in Article 1.1 of the Convention. Additionally, the article proposes six foundational pillars that any regulatory framework in this area should incorporate within its compliance programs. It also examines the evolving role of the compliance officer, now envisioned as an "auxiliary" of the Inter-American Human Rights System, beyond merely serving as a manager of corporate private interests. Finally, the paper suggests the establishment of a state oversight or verification mechanism, which should be entrusted to an independent body separate from the Executive Branch.

Keywords: human rights; business; due diligence; guiding principles; Inter-American Court of Human Rights.

 

Resumo: Este trabalho aborda a questão da diligência devida em matéria de direitos humanos desde uma perspectiva interamericana e do Direito Internacional dos Direitos Humanos. Apesar de os Estados da região terem deixado de se ocupar da regulamentação uniforme e sistêmica, há jurisprudência da Corte Interamericana de Direitos Humanos que impõe a regulamentação obrigatória do tema, em virtude do controle de convencionalidade e do artigo 2º da Convenção Americana sobre Direitos Humanos de 1969. Assim, aborda-se como, por meio de sentenças recentes, foram dotados de operatividade os Princípios Orientadores das Nações Unidas sobre Empresas e Direitos Humanos, e como isso implica atualmente uma obrigação internacionalmente exigível nos termos do dever de garantia do artigo 1.1 da Convenção. Por fim, sugerem-se seis pilares que todas as regulamentações neste sentido deveriam levar em conta em seus programas de compliance, e analisa-se o novo papel do compliance officer como “auxiliar” do Sistema Interamericano dos Direitos Humanos, e não apenas como gestor dos interesses privados da empresa. Sugere-se também um mecanismo estatal de verificação ou fiscalização que deverá ficar a cargo de um órgão independente do Poder Executivo.

Palavras-chave: direitos humanos; empresas; due diligence; princípios orientadores; corte interamericana.

 

 

Introducción

 

 

Estas líneas pretenden ser un modesto pero sentido homenaje y agradecimiento a los doctores Ariela Peralta Distéfano y Ricardo Pérez Manrique por su inconmensurable apoyo, guía, ejemplo y labor en la promoción y el estudio de los derechos humanos a lo largo del tiempo compartido y por la confianza depositada en este joven estudiante.

El objeto del presente trabajo es analizar el rol de la debida diligencia empresarial en derechos humanos, como obligación estatal emanada de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH, Organización Estados Americanos (OEA), 1969). Especialmente se hará referencia al ámbito interamericano, en el que, en virtud del control de convencionalidad y de recientes pronunciamientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), se puede colegir que existe una obligación estatal de regular procesos de debida diligencia respecto de los particulares. De esta forma, el derecho internacional de los derechos humanos (DIDH) irradia sus efectos hacia las demás ramas del derecho, del que el ámbito empresarial no es una excepción.

En este sentido, indica Gamarra (2012) que este nuevo paradigma se caracteriza por “una carta extremadamente penetrante, invasora, desbordante, que viene a ocupar todo el espacio de la vida social y política, condicionando legislación, doctrina y jurisprudencia, y es por ello que también disciplina las relaciones entre particulares” (p. 6). Aparece el bloque de constitucionalidad o de derechos humanos, donde, como enseña Risso Ferrand (2017), “se mantiene la fuente jurídica, por lo que unos (derechos) serán de fuente constitucional y otros de fuente internacional. Ni se constitucionalizan los derechos internacionales ni se internacionalizan los constitucionales. Ambas regulaciones mantienen su independencia: el constituyente nacional no puede modificar el DIDH ni el legislador internacional puede modificar la Constitución” (p. 15).

En un panorama global caracterizado por la división internacional del trabajo, las empresas multinacionales buscan mano de obra en aquellas jurisdicciones que ofrecen mayores incentivos (entre ellos, la precarización laboral, la falta de controles ambientales o la poca promoción de la actividad sindical), por lo que se vuelve imperiosa la necesidad de establecer mecanismos para controlar, revisar y corregir los impactos negativos que la actividad empresarial pueda tener sobre los derechos humanos. En esta división del trabajo, la región latinoamericana se presenta atractiva y susceptible de que se produzcan estas lesiones.

El entramado actual no solo se caracteriza por la extraterritorialidad fruto de la división internacional del trabajo, sino también por la diferenciación de personalidad jurídica entre la empresa matriz y sus filiales. Esto conlleva que, en general, la empresa matriz no sea jurídicamente responsable de los actos u omisiones de la filial, aun cuando sea su única accionista (Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), 2016, párr. 21), lo que impacta principalmente en la posibilidad de obtener reparación por las víctimas de violaciones a los derechos humanos.

Así, han llegado al sistema interamericano diversos casos de violaciones a los derechos vinculados con actividades empresariales, por lo que la consideración del punto se vuelve crucial. No obstante, ni bien se comienza una lectura sobre estos asuntos, no se encuentran demasiados aportes sobre cómo debería estructurarse la regulación legal sobre la cuestión de las empresas y los derechos humanos. Estas líneas pretenden sugerir qué pilares deberían observar los Estados para dar cumplimiento al mandato convencional, así como indagar sobre qué alternativas existen ante la omisión (casi generalizada) regulatoria en la región.

 

 

Los artículos 1 y 2 de la CADH

 

 

El artículo 1 de la CADH (OEA, 1969) prevé dos obligaciones a cargo de los Estados, a saber, “respetar los derechos y libertades” y “garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona”. Se trata de dos obligaciones relacionadas, pero con contenido y alcance diversos.

Así, el deber de respeto se vincula con la conducta de agentes estatales, de forma tal que el Estado se abstenga (obligación negativa) de interferir en el goce de los derechos, así como también desarrolle las acciones necesarias para su efectiva observancia (obligación positiva). Por su parte, la obligación de garantía se refiere, no ya a los agentes estatales, sino que abarca la actuación de los particulares en el sentido de que estos no interfieran en el goce de los derechos de las demás personas.

En virtud de ello, la obligación de la garantía debe ser especialmente analizada, dado que no es posible atribuir cualquier comportamiento de un sujeto privado que lesione un derecho fundamental al Estado, sino que habrá que analizar si en el caso concreto las autoridades estaban en condiciones de prevenir, mediante una “debida diligencia” (estatal, en este caso, no empresarial), esa lesión.

La obligación de garantía requiere que los Estados adopten medidas adecuadas para proteger y preservar los derechos de las personas que se encuentran bajo su jurisdicción (Corte IDH, 2011, párr. 116), lo que implica necesariamente desplegar un comportamiento positivo, que dependerá del caso concreto, pero que consiste, con carácter general, en una obligación de medios.

Sobre el particular, ha señalado el tribunal interamericano que la responsabilidad internacional también puede generarse por actos de particulares en principio no atribuibles al Estado, dado que tiene obligaciones erga omnes de respetar y hacer respetar los derechos consagrados en la CADH (OEA, 1969) en toda circunstancia respecto de toda persona: “Esas obligaciones del Estado proyectan sus efectos más allá de la relación entre sus agentes y las personas (…) pues se manifiestan también en la obligación positiva del Estado de adoptar las medidas necesarias para asegurar la efectiva protección de los derechos humanos en las relaciones inter-individuales” (Corte IDH, 2005, Serie C N.o 134, párr. 111).

A esos efectos, ha señalado la Corte IDH (2023, Serie C N.o 503) que se requiere un análisis de la situación sobre las circunstancias particulares del caso y la concreción de las obligaciones de garantía, de forma tal que el Estado no tiene una responsabilidad ilimitada frente a cualquier acto de los particulares. Es preciso pues analizar si existía una situación de riesgo real e inmediato, si las autoridades conocían o debieron conocer esa situación y si, pese a ese conocimiento, no adoptaron las medidas razonablemente necesarias para prevenirlo o evitarlo (párr. 46-47).

Además, el artículo 2 de la CADH (OEA, 1969) refiere al deber estatal de adoptar disposiciones de derecho interno. En su jurisprudencia la Corte IDH ha indicado que se proyecta en una doble vertiente: por un lado, suprimir aquellas normas contrarias a la CADH y a la interpretación que de ella hace la Corte; y, por otro, formular normas que tengan debidamente en cuenta los estándares interamericanos, a fin de que, como reza la norma, se hagan “efectivos tales derechos y libertades”.

La Corte IDH ha precisado que este deber emergente del artículo 2 implica la expedición de normas y prácticas “conducentes a la efectiva observancia de los derechos y libertades consagrados en la (…) (CADH), así como la adopción de medidas para suprimir las normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen una violación a las garantías previstas en la Convención” (Corte IDH, 2023, Serie C N.o 136, párr. 91), de forma tal de asegurar el effet utile de los tratados, de conformidad también con el artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (Organización de Naciones Unidas, 1969).

 

El control de convencionalidad[1]      

A diferencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que podríamos calificar como un “tribunal de casos”, el sistema diseñado por la CADH (OEA, 1969) ha erigido a la Corte IDH en un “tribunal de estándares”. Esto significa que más allá de resolver el caso concreto que se le presenta, cada sentencia constituye una oportunidad para que el tribunal desarrolle el estado de la cuestión sobre cada derecho y los umbrales concretos de protección que deberán ser tenidos en cuenta por los Estados. Esta diferencia se explica, inter alia, por la limitación en el derecho de acción ante el tribunal que el artículo 61.1 del CADH (OEA, 1969) solo confiere a los Estados parte y a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

En virtud de ello se ha desarrollado a nivel regional un concepto e instrumento propio que se denomina “control de convencionalidad”. Este requiere, brevitatis causae, que las autoridades internas del Estado realicen un control de compatibilidad entre las normas y prácticas internas y las normas de la CADH (OEA, 1969) y la interpretación que de ella haga la Corte IDH, la que se erige en intérprete última de la Convención (Corte IDH, 2010, párr. 225), tal como emerge principalmente del artículo 62.1 del instrumento.

El control de convencionalidad se explica básicamente por dos razones: en primer término, porque las obligaciones asumidas internacionalmente deben ser cumplidas e interpretadas de buena fe (ONU, 1969, art. 26 y 31) y, en segundo término, por la imposibilidad del Estado de invocar su derecho interno para justificar el incumplimiento de una obligación internacional (ONU, 1969, art. 27). Ha habido una larga evolución jurisprudencial sobre su alcance, los sujetos obligados y efectos, pero un desarrollo de este tipo excedería el objeto de este trabajo.

Luego de un vasto desarrollo, el tribunal interamericano ha señalado que, “en el ámbito de su competencia, todas las autoridades y órganos de un Estado Parte en la Convención tienen la obligación de ejercer un control de convencionalidad” (Corte IDH, 2014, párr. 497).

En honor a la brevedad, solo se recordará que en cuanto al “material normativo controlante”, como enseña Sagüés (2010), no solo comprende las normas de la Convención, sino también la interpretación que de esas normas hace la Corte IDH —tanto en sus sentencias como en sus opiniones consultivas en vistas de los artículos 2, 62.1, 63, 67 y 68 de la CADH (OEA, 1969)—. Como señala Sagüés (2010):

Un Estado puede verse obligado por la doctrina sentada por la Corte (…) en una causa en la que él no ha sido parte, ni obviamente tenido oportunidad para alegar en pro de una interpretación diferente a la formulada en aquel expediente. Paralelamente, la interpretación formulada por la Corte (…) va a tener de hecho el mismo valor que la letra del Pacto, e incluso será superior a la redacción de este, porque como intérprete final del mismo fija la superficie y el alcance de sus cláusulas escritas (pp. 125-126).

Como apunta el autor pueden distinguirse dos efectos o resultados de este control: uno represivo, que surge de constatar la inconvencionalidad de una norma interna y que derivará en su invalidez o desaplicación, según el caso, y también un control preventivo (que el autor denomina “constructivo”) y que se condensa en que los aplicadores del derecho realicen una interpretación armónica, conforme o “desde” la Convención (Sagüés, 2011, pp. 384-385).

Dentro de esta función constructiva, en los términos de Sagüés, se podría incluir también la vertiente generadora de derecho, siempre que esta tenga en cuenta los parámetros jurisprudenciales del tribunal. Así, el control de convencionalidad se relaciona con la obligación de adecuación del derecho interno analizada ut supra. Ambos conceptos están claramente relacionados en el caso Fernández Prieto y Tumbeiro vs. Argentina (Corte IDH, 2020), donde se ordenó:

En razón de ello, la Corte considera que, dentro de un plazo razonable, el Estado debe adecuar su ordenamiento jurídico interno, lo cual implica la modificación de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a lograr la plena efectividad de los derechos reconocidos en la Convención, a efectos de compatibilizarlo con los parámetros internacionales (…) Por tanto, en la creación y aplicación de las normas que faculten a la policía a realizar detenciones sin orden judicial, las autoridades internas están obligadas a realizar un control de convencionalidad tomando en cuenta las interpretaciones de la Convención Americana realizadas por la Corte Interamericana respecto a las detenciones sin orden judicial, y que han sido reiteradas en el presente caso (párr. 122, énfasis añadido).

Nótese, pues, que existe una clara interrelación entre el deber de adecuar el derecho interno, no solo conforme a los parámetros desarrollados en una sentencia de la que se es parte, sino también contemplando los estándares internacionales que ha vertido el tribunal en otros casos y que, en su conjunto, conforman el corpus iuris internacional de derechos humanos. Sobre el particular, ha señalado Ferrer Mac-Gregor (Corte IDH, 2013) que “la segunda manifestación del ejercicio del ‘control de convencionalidad’ en sede nacional se produce aplicando la jurisprudencia interamericana derivada del presente caso —incluyendo la de su cumplimiento— por los demás Estados Parte del Pacto de San José. En este sentido, adquiere eficacia interpretativa la norma convencional hacia los demás Estados Parte de la Convención Americana (res interpretata)” (párr. 91).[2]

Sobre el carácter polisémico de la expresión “debida diligencia”

La noción de debida diligencia o due diligence se encuentra ampliamente difundida en varias ramas del derecho. Es preciso distinguir que, según dónde y cómo se emplee, el concepto y alcance varía. Así, tradicionalmente, la Corte IDH ha concebido la debida diligencia estatal como un estándar de comportamiento impuesto por el deber de garantía y que comprende una serie de conductas necesarias para prevenir violaciones de los derechos humanos por parte de particulares.[3]

Desde otro lugar, en el ámbito del derecho comercial y de la empresa se hace alusión a la debida diligencia para referir a la gestión preventiva en forma anterior a la celebración de ciertos negocios jurídicos (por ejemplo, enajenación de un establecimiento comercial, venta de un paquete accionario, etcétera).

La debida diligencia empresarial en materia de derechos humanos[4] refiere a la adopción, por parte de la empresa, de medidas con eminente carácter preventivo y reparatorio, a fin de evitar que la actividad que desarrolla o con la que se vincula tenga repercusiones negativas en los derechos humanos. Consiste, pues, en un proceso llevado a cabo en el ámbito empresarial para identificar riesgos (reales o potenciales) relacionados con los derechos humanos e implementar estrategias de prevención, mitigación, denuncias y comunicación interna y externa.

Se caracteriza por lo siguiente: es preventiva, es decir, pretende evitar, causar o contribuir a causar impactos en los derechos humanos; implica una serie compleja de actividades diversas interrelacionadas (recolección de información, elaboración de estrategias, evaluación, comunicación, rendición de cuentas, etcétera); se basa en la gestión del riesgo que es creado por la actividad empresarial —de ahí que sea proporcional a él—; es un proceso dinámico y sujeto a constante revisión, rectificación y una evaluación integral; se superpone y no sustituye la responsabilidad estatal de protección y garantía ni tampoco las concretas obligaciones legales impuestas por el derecho interno a las empresas y particulares; si bien tiene un marco dentro del que se circunscribe, su concreta formulación variará según la actividad que desarrolle, el tamaño, la entidad y cualquier otro factor relevante; y constituye una obligación de medios o de comportamiento, por lo que no garantiza resultados.

La doctrina suele hacer mención de cuatro requisitos mínimos para las empresas, a saber: adoptar una política de derechos humanos; realizar evaluaciones de impacto en los derechos humanos; integrar las políticas de derechos humanos en las actividades de la empresa; y realizar un seguimiento continuo de las acciones tomadas a fin de efectuar correcciones, ajustes y evaluaciones, y comunicarlo (Ruggie, 2008, párr. 60-64).

A esta altura, entonces, estamos en condiciones de diferenciar la debida diligencia en materia de derechos humanos de otras formas de debida diligencia que también pueden darse o requerirse en el ámbito empresarial, como aquella requerida en el ámbito comercial o del lavado de activos o prevención de la corrupción (OACNUDH, 2018, párr. 8).

En primer término, mientras que en estos casos el due diligence consiste en una serie de análisis previos a una determinada actividad (por ejemplo, la enajenación de un establecimiento comercial, un proceso de fusión o la adquisición de sociedades) y se agota en ello, la debida diligencia en derechos humanos es un proceso, constante, que se extiende desde antes del inicio de la actividad empresarial (por ejemplo, al negociar los contratos que darán vida y soporte a la empresa) y mientras esta dura. Además, es esencialmente dinámico, ya que está sujeto a las contingencias derivadas de la actividad y del entorno en que se desenvuelve. Se ha señalado que al “ser un objetivo empresarial, no basta con un ejercicio instantáneo o único de identificación de riesgos y adopción de medidas; al contrario, se refiere a una cultura de prevención que una empresa debe desarrollar e implementar permanentemente, reforzándola de forma paulatina” (Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 2022, p. 19-20). Esto es, requiere del elemento clave en derechos humanos que es la progresividad y ello debe ser tenido en cuenta por el legislador nacional.

En segundo lugar, difieren en el interés tutelado: el due diligence en materia comercial se desarrolla primordialmente en tutela de los intereses de la empresa, a fin de prevenir y afrontar riesgos no contemplados (por ejemplo, embargos de los que no se conocía su existencia). La debida diligencia en derechos humanos, por otra parte, se realiza con la finalidad de proteger los intereses de las personas que, directa o indirectamente, se ven alcanzadas por la actividad empresarial o aquellas en cuya esfera repercute la actividad de la empresa.

Por último, mientras que la debida diligencia comercial se elabora y desarrolla a partir del derecho interno del Estado donde se realiza la operación, es imposible concebir que la debida diligencia en derechos humanos ignore los estándares internacionales. Así, habrá que considerar no solo el derecho interno, sino también los tratados internacionales sobre derechos humanos y, como se verá infra, en el caso del sistema interamericano, también deberá tenerse en cuenta la jurisprudencia de la Corte IDH y los principios propios de la materia (pro persona, no regresividad, interpretación extensiva, proporcionalidad, etcétera).

La debida diligencia en materia de derechos humanos en los Principios rectores sobre las empresas y los derechos humanos

Uno de los primeros instrumentos adoptados en el ámbito universal de protección fueron los Principios rectores sobre las empresas y los derechos humanos (OACNUDH, 2011), que constituyeron una solución transaccional ante el fracaso de un tratado vinculante sobre empresas y derechos humanos.

Se coincide con Cantú Rivera (2013) en cuanto a que la responsabilidad empresarial en derechos humanos implica que

las empresas tienen ciertas obligaciones jurídicas en el campo de las prerrogativas fundamentales que deben respetar, en cualquier territorio donde desarrollan sus actividades. Así, independientemente de su voluntad o contribución social, deben respetar los tratados de derechos humanos internacionalmente reconocidos, con el fin de garantizar su cumplimiento y aplicación en su esfera de control, por lo menos (p. 328).

Los principios rectores se basan en tres pilares: i) la obligación estatal de proteger los derechos humanos frente a actos de terceros, incluidas las empresas, mediante una política y una regulación adecuadas; ii) una responsabilidad corporativa respecto de los derechos humanos para evitar su deterioro y emprender acciones contra los impactos negativos en los que están involucradas las empresas; y iii) la necesidad de propiciar acceso a vías de reparación, judiciales y extrajudiciales, a las víctimas de lesiones de derechos humanos (Ruggie, 2015, p. 22). En virtud del objeto del presente trabajo, se hará mayor énfasis en el segundo pilar.

La finalidad de estos principios no fue la creación de nuevas obligaciones de derecho internacional, sino que constituyó una oportunidad de precisar el actual alcance —especialmente entre Estados y empresas— de las obligaciones existentes (OACNUDH, 2011, párr. 14).

Los principios rectores aplican a todos los Estados y a todas las empresas, con prescindencia de su tamaño, sus propietarios, su ubicación o su sector de actividad. Persiguen como objetivo una “re-lectura” de las actuales obligaciones de derecho internacional, pero teniendo en cuenta los desafíos actuales y el importante rol que las empresas (transnacionales y domésticas) tienen en la dinámica de la sociedad, así como el carácter erga omnes o absoluto de los derechos humanos, cuyo respeto no solo se reclama de las autoridades estatales.

Los principios no son ajenos a la interrelación entre las diversas ramas del derecho; de ahí que no se mantengan insensibles ante la “frialdad” habitual del derecho comercial frente a cuestiones de derechos humanos. En este sentido, recomiendan que

las leyes y políticas que regulan la creación de empresas y las actividades empresariales, como las leyes mercantiles y de valores, determinan directamente el comportamiento de las empresas. Sin embargo, sus repercusiones sobre los derechos humanos siguen siendo mal conocidas. Por ejemplo, la legislación mercantil y de valores no aclara lo que se permite, y mucho menos lo que se exige, a las empresas y a sus directivos en materia de derechos humanos. Las leyes y políticas a este respecto deberían ofrecer suficiente orientación para permitir que las empresas respeten los derechos humanos, teniendo debidamente en cuenta la función de las estructuras de gobernanza existentes (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 3).

De esta forma se aprecia cómo, en la actual dinámica del DIDH, este impregna y arroja luz sobre los diversos campos del fenómeno jurídico y, a la inversa, requiere de una regulación respetuosa de los derechos humanos en todas las áreas del derecho, a fin de preservar, pues, su vocación universal e interdependiente. Un tímido ejemplo de esta relación en el ordenamiento jurídico uruguayo puede estar constituido por las sociedades de beneficio e interés colectivo, reguladas por la Ley N.o 19.969.[5]

De ahí que también cobre importancia el deber de comunicación, por parte de la empresa, de los compromisos asumidos en materia de derechos humanos, siempre que, a la par, sea coherente con el secreto comercial.

El Principio 11 enuncia la regla general respecto de las empresas y para ello se vale de dos expresiones: “abstenerse de infringir” y “hacer frente a las consecuencias negativas”. De esta forma, se aclara que la responsabilidad empresarial de respetar los derechos humanos aplica a todas las empresas, con independencia del lugar donde se desarrollen, y consiste en una obligación adicional a las que imponga el derecho interno: “Se trata de una responsabilidad adicional a la de cumplir las leyes y normas nacionales de protección de los derechos humanos” (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 11), y no puede ser sustituida mediante la asunción voluntaria de compromisos empresariales (de responsabilidad social empresarial).

Así, se impone a esta altura de la cuestión una triple distinción: a) las obligaciones estatales de respeto, garantía y adecuación normativa exigibles internacionalmente ante los tribunales regionales; b) la responsabilidad de las empresas —así como del resto de los particulares— de respetar los derechos humanos con independencia de la diligencia estatal sobre el punto, así como de cumplir con las disposiciones de derecho interno; c) las acciones de responsabilidad social empresarial, basadas en la regla “cumple o explica”, asumidas voluntariamente, y que si bien pueden tener un impacto positivo en la comunidad y las personas, no sustituyen el cumplimiento de las obligaciones emergentes de los derechos fundamentales, que se basan en la máxima “cumple o cumple”, en tanto son operativos, vinculantes. De esta forma, las acciones de responsabilidad social empresarial coadyuvan o complementan los deberes (jurídicos) de respeto y promoción de los derechos humanos, dado que su naturaleza jurídica es diversa. Esta triple distinción debe ser tenida especialmente en cuenta por los responsables del diseño y el asesoramiento en los planes de cumplimiento.

Las empresas pueden afectar los derechos humanos directamente por medio de su actividad o en forma mediata por sus relaciones comerciales, sobre todo, en las cadenas de valor, tal como da cuenta el Principio 13.

En cuanto al catálogo de derechos, el Principio 12 alude a la Carta Internacional de Derechos Humanos y a los principios relativos a los derechos fundamentales de la Declaración de Filadelfia y los de 1998 sobre principios y derechos fundamentales en el trabajo. Sin perjuicio de ello, se prevé que deberá, dado el caso, tenerse en cuenta normas específicas sobre grupos particularmente vulnerables.

Según se analizará infra, esta aparente restricción no funciona como tal en los hechos,[6] dado que cada vez con mayor frecuencia los tribunales regionales acuden al “diálogo de tribunales” (domésticos e internacionales así como de organismos de Naciones Unidas), por lo que en la práctica existe un “bloque de derechos humanos” en el que todas sus fuentes se comunican y retroalimentan para dar contenido e interpretar los derechos humanos. En este sentido, enseña García Roca (2012) que “la similitud de las normas reconocedoras de derechos en los diversos parámetros de enjuiciamiento (…) así como la homogeneidad de los mecanismos de tutela jurisdiccional permiten pensar en una lingua franca en el universo de los derechos (…) la idea de diálogo está ligada al pluralismo y al multiculturalismo” (p. 189). De ahí que se deba estimar que las críticas a esta supuesta restricción de las fuentes carecen, al parecer del autor, de verdadera trascendencia. A igual solución se llegaría por la aplicación del principio pro persona como pauta hermenéutica específica en la materia.

De la gran variedad de derechos comprendidos en el catálogo universal, así como de la riqueza fáctica de la práctica, surge que las empresas, en la realización de su proceso de debida diligencia en materia de derechos humanos, realizarán diversos tipos de evaluaciones de medidas para mitigar, prevenir y comunicar estos procesos. Esta diversidad también se traduce en la pluralidad de las empresas involucradas, por lo que los medios y procesos deberán ser proporcionales a ciertos factores (OACNUDH, 2011, Principio 14). Así, cabe considerar como parámetros que incidirán en el quantum el tamaño de la empresa, el sector de actividad, el riesgo que genera con su actividad, entre otros. Sin embargo, ninguno de ellos podrá alegarse como eximente para no observar este deber. Así, a una empresa, por más pequeña que sea —incluso familiar—, le corresponderá realizar algún tipo de debida diligencia, conforme a los parámetros citados, dado que uno de los caracteres de los derechos humanos es la universalidad y la absolutez, en tanto se tienen respecto de todos los demás.

Los principios rectores imponen tres deberes a las empresas —respetando la proporcionalidad—: por una parte, un compromiso político de asumir su responsabilidad de respetar los derechos humanos; en segundo lugar, un proceso de diligencia debida en materia de derechos humanos; y finalmente, procesos orientados a la reparación cuando el daño se produzca (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 15).

El valor de la declaración política radica en que pretende vincular, en forma transversal a todos los niveles de la organización, con las líneas de debido respeto y promoción de los derechos humanos. De ahí que —como señala la norma— sea imprescindible que sea adoptada por los niveles jerárquicos de la organización, comunicada claramente a todos los miembros y debidamente cumplida en todas las relaciones empresariales (tanto internas, en la dinámica comercial con clientes y proveedores como en su interacción con la comunidad). Junto con esta declaración debe difundirse también una línea de reclamación y rendición de cuentas a fin de exigir el debido cumplimiento.

El Principio 17 refiere concretamente a la debida diligencia en materia de derechos humanos. Se lo ha definido como un “proceso continuo de gestión que una empresa prudente y razonable debe llevar a cabo, a la luz de sus circunstancias (como el sector en el que opera, el contexto en que realiza su actividad, su tamaño y otros factores) para hacer frente a su responsabilidad de respetar los derechos humanos” (OACNUDH, 2012, p. 7). Una primera precisión en cuanto a ello radica en que refiere a una empresa “prudente y razonable”, esto es, a un estándar de conducta deseada, del empresario medio diligente y respetuoso (otrora denominado “la diligencia del buen paterfamilias”).

La debida diligencia aparece entonces definida como un proceso omnicomprensivo de diversas fases: la evaluación del impacto real y el potencial de la actividad empresarial sobre los derechos humanos, la planificación de estrategias para prevenir y mitigar ese impacto, la comunicación y el seguimiento, así como la constante revisión y evaluación de las acciones emprendidas.

Es así que comprende un cambio de paradigma en la evaluación de riesgos, dado que requiere la identificación de estos a partir de una perspectiva de los titulares de los derechos y no solamente desde la empresa (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 17) —como ocurre con la debida diligencia empresarial o mercantil—.

El compliance officer, entonces, en el diseño y vigilancia de sus programas, se redimensiona como guardián o vigilante, no solo ya de los intereses de aquel a quien representa o provee sus servicios, sino que el actual paradigma del DIDH le impone una función social de velar por los intereses del grupo.

Sobre el momento en que estas actuaciones deben iniciar, de conformidad con su propia ratio, los principios rectores recomiendan que se den “lo antes posible cuando se emprende una nueva actividad o se inicia una relación comercial, puesto que ya en la fase de preparación de los contratos (…) pueden mitigarse o agravarse los riesgos para los derechos humanos” (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 17). Es así que, por ejemplo, en esta fase inicial o prenegocial, el compliance program debería orientarse a indagar sobre las actividades de la contraparte y el respeto a los derechos en la cadena de producción —con quienes se relacionará en la dinámica comercial—,[7] así como en el impacto que la provisión de ese bien o servicio tendrá en los consumidores o bien los riesgos y desafíos que pueden implicar las relaciones laborales en el marco de la actividad.

Es de destacar que proceder con la debida diligencia en materia de derechos humanos no solo redunda en un beneficio común. No se trata solamente de un traspaso de competencias compartidas del Estado hacia los particulares que ostentan poder de mercado, sino que de un compliance program en derechos humanos eficiente se derivan varias consecuencias favorables para la empresa, no solo ya de reputación, sino también en la medida en que evita eventuales reclamaciones judiciales y, en algunos ordenamientos jurídicos, puede contribuir a atenuar o eximir de responsabilidad (incluso penal).

Asimismo, desde una perspectiva de justicia o equidad, aparece como razonable requerir medidas a quienes obtienen el mayor beneficio del conjunto social que vayan más allá del “no dañar” y que sean razonables para prevenir y subsanar los efectos adversos;[8] esto es, una especie de socialización de los beneficios.

El primer paso en toda formulación de programas de debida diligencia debe comprender la identificación de riesgos reales o potenciales relacionados con las empresas, bien sea a través de su actividad, bien incidentalmente por sus relaciones comerciales. Para ello, el Principio 18 remite a dos grandes fuentes: la consulta con expertos en derechos humanos (internos e independientes) y la consulta significativa con los interesados y no solo desde la evaluación que el sector empresario pudiera hacer en forma unilateral. De ahí que habrá que analizar el contexto de la actividad empresarial, cómo son percibidos los impactos por sus destinatarios, proyectar las consecuencias que acarreará la actividad, etcétera. Tal identificación requiere un componente de dinamismo, es decir, a diferencia de lo que ocurre en una sede comercial, en materia de derechos humanos la evaluación e identificación debe ser continua, debido al constante cambio que entrañan los fenómenos sociales, operativos, normativos, etcétera. Así, dado el caso, deberán tomarse en cuenta los estándares para que la consulta sea efectivamente significativa, por lo que son relevantes los desarrollos jurisprudenciales interamericanos sobre consulta previa, libre e informada,[9] sobre todo en el marco de los pueblos indígenas y tribales, aunque es claro que el proceso de debida diligencia es adicional o complementario al deber de consulta en el marco del derecho a la propiedad comunal y a otros informes, por ejemplo, los estudios de impacto ambiental y social.

Puede ocurrir que existan riesgos con diversos impactos, por lo que, ante la imposibilidad de abordarlos integral y simultáneamente, se impone un ejercicio adicional de priorización de aquellos riesgos más apremiantes o que puedan ser irreversibles (OACNUDH, 2011, Principio 24). Sostener lo contrario implicaría una carga desproporcionada sobre las empresas, incluso las pymes, que también están vinculadas por estos principios.

 Una vez identificados los riesgos —en función de la opinión experta y la de los involucrados—, se deberán integrar las conclusiones a fin de prevenirlos y mitigarlos. Ello implicará el diseño de acciones y protocolos que deberán ser asignados a los niveles adecuados dentro de la empresa (OACNUDH, 2011, Principio 19.a.i), que implique un involucramiento global de todos los sectores. Además, se requiere la creación y la facilitación logística y presupuestal de canales adecuados de denuncia, protocolos de actuación y respuesta, así como comunicación y reparación (que se podría denominar de “transparencia activa en el ámbito empresarial”).

Es importante distinguir varios supuestos sobre el impacto en los derechos humanos. Así puede provocar o contribuir a provocar consecuencias negativas, en cuyo caso deberá tomar medidas para poner fin, prevenir o ejercer su influencia para reducir el impacto; beneficiarse directamente de una vulneración (por ejemplo, una empresa que se vale de materia prima manufacturada por mano de obra esclava, con su consentimiento). En tal caso, deberá evaluarse el contexto, el grado de influencia, la participación, la posibilidad de ruptura con la empresa, etcétera, por lo que “cuanto más compleja sea la situación y sus repercusiones (…) más motivos tendrá la empresa para recurrir a expertos independientes” (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 19).

Una vez adoptadas las medidas, deberá realizarse un seguimiento continuo y dinámico de las acciones proyectadas, a fin de evaluar su efectividad, los posibles cambios en los riesgos identificados, la insuficiencia de las acciones, la percepción de los interesados, etcétera. De esta forma, el Principio 20 recomienda basarse en indicadores cualitativos y cuantitativos adecuados, así como tener en cuenta los comentarios de fuentes internas y externas.

Finalmente, es de destacar la trascendencia del principio de transparencia o publicidad (OACNUDH, 2011, Principio 21). Dado que la gestión de intereses es general, toda la comunidad y el Estado se encuentran interesados en el correcto desenvolvimiento del plan de diligencia, por lo que es crucial que las empresas difundan las medidas adoptadas, así como tener canales de diálogo con los eventuales interesados. Tal deber de información debe suponer intervalos regulares (por ejemplo, a cada cierre de ejercicio económico o al final de la zafra); veraz, suficiente, accesible y disponible; todo lo cual no obsta el secreto comercial, dado que en nada guarda relación con la protección y la promoción de los derechos. Deberá tenerse cuidado especialmente en la accesibilidad de la información, sobre todo cuando el público interesado constituya grupos especialmente vulnerables o existan barreras adicionales (por ejemplo, barreras lingüísticas).
El Comité de los Derechos del Niño (2013) ha señalado que la información debe ser disponible, eficiente, comparable entre empresas e incluir las medidas adoptadas (párr. 64).[10]

Entre las buenas prácticas en materia de transparencia se encuentran: por un lado, el reconocimiento preciso de cuáles son los riesgos para las personas, mediante la difusión de estudios independientes y de evaluación, y, por otro, la descripción precisa de en qué consisten los procesos adoptados, auditorías, evaluaciones, etcétera (Consejo de Derechos Humanos, 2018, párr. 47).

Resta por analizar el Principio 23, que es particularmente relevante en el contexto regional y ante el dinamismo e interacción de casas matrices y filiales ubicadas en jurisdicciones diversas con regulaciones diferentes. Sobre el particular se prevé:

En cualquier contexto, las empresas deben:

-Cumplir todas las leyes aplicables y respetar los derechos humanos internacionalmente reconocidos, dondequiera que operen.

-Buscar fórmulas que les permitan respetar los principios de derechos humanos internacionalmente reconocidos cuando deban hacer frente a exigencias contrapuestas.

-Considerar el riesgo de provocar o contribuir a provocar violaciones graves de los derechos humanos como una cuestión de cumplimiento de la ley dondequiera que operen (OACNUDH, 2011, Principio 23).

Esta directriz reafirma que el respeto de los derechos humanos en el contexto internacional es único e idéntico, con independencia del Estado en que se encuentren, lo que es acorde al carácter de “universalidad” de los derechos. Ahora bien, en contextos regionales complejos (por ejemplo, enfrentamientos internos, guerra, etcétera) deberán adoptar esfuerzos adicionales demostrables para cumplir con los mínimos internacionales. Resta aclarar que, en casos de conflictos internos, es especialmente importante la debida diligencia, a fin de evitar agravar la situación de conflicto o bien obtener ventajas indebidas de tal situación. En este caso, el proceso de diseño del programa puede requerir recurrir además al asesoramiento de figuras como el ombudsman, los gobiernos, la sociedad civil organizada, etcétera (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 23). En relación con ello, el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre empresas ha señalado que, como el criterio rector es el riesgo, “puesto que el riesgo de violaciones graves de los derechos humanos es mayor en zonas afectadas por conflictos, la adopción de medidas por parte de los Estados y el grado de diligencia debida de las empresas deberían aumentarse en consecuencia” (Consejo de Derechos Humanos, 2020, A/75/212, párr. 13).

La tímida experiencia normativa comparada

En un interesante estudio coordinado por Cantú Rivera (2021) se pretendió indagar en el estado de la cuestión en siete países latinoamericanos. Para ello, se formuló, inter alia, la siguiente pregunta: “¿Existe en el marco jurídico de su país alguna norma que establezca explícitamente una obligación empresarial de respetar los derechos humanos?”. El resultado fue que en ninguno de estos existe una norma legal que en forma deliberada y orgánica sistematice y regule esta cuestión, previendo obligaciones concretas o ámbitos de supervisión, sin perjuicio de las preocupaciones que aisladamente puedan existir a nivel jurisprudencial o de las iniciativas que haya al momento.

La conclusión radica en que en Argentina (Cantú Rivera, 2021, p. 31-34), Brasil (p. 133), Chile (p. 174), Colombia (p. 209-210), Ecuador (p. 263), México (p. 325) y Perú (p. 429) no existía a 2021 una norma específica sobre la debida diligencia empresarial en materia de derechos humanos ni se estaba diseñando una regulación al respecto. En cambio, se aprecia que en muchos ordenamientos hay regulaciones específicas o compartimentadas sobre determinadas cuestiones (por ejemplo, medio ambiente, género, etcétera) o bien casos jurisprudenciales concretos. Tampoco en Uruguay hay una norma de este tipo, sin perjuicio de regulaciones específicas que de alguna forma responsabilizan a la empresa o al empleador.[11]

En suma, la región ha desconocido o se ha desocupado de la debida diligencia en materia de derechos humanos, al menos en forma sistemática. En general, se ha ocupado de cuestiones diversas, con diferentes medidas y un alto grado de dispersión normativa. Existen algunos Estados que han regulado, al menos parcialmente, la cuestión, entre los que se destacan principalmente Francia, con la ley del deber de vigilancia de 2017, y Alemania, con su ley de debida diligencia corporativa en las cadenas de suministro de 2021. En la Unión Europea se han producido regulaciones interesantes que pueden contribuir en el diseño de planes normativos. Así, se destaca el requerimiento de planes de debida diligencia ante productos concretos y, en especial, referidos a la cadena de suministros.[12]

Recientemente, se ha aprobado una Directiva (Parlamento Europeo y Consejo de la Unión Europea, 2010)[13] sobre debida diligencia en materia de sustentabilidad que merece algún apunte. Si bien tiene un ámbito subjetivo de aplicación limitado, los extremos requeridos por la norma permiten apreciar una experiencia comparada y servir de insumos para la regulación local. Así, conforme al artículo 1, la directiva regula las obligaciones referidas a las empresas en relación con los efectos adversos a los derechos humanos y el medio ambiente en tres niveles: respecto de sus propias operaciones, de las de sus filiales y de las de sus socios en las cadenas de suministro. Incorpora el concepto de debida diligencia “basada en el riesgo” y el artículo 5.1 enuncia los extremos que deberán ser tenidos en cuenta por las empresas al diseñar sus planes,[14] los que son desarrollados en los artículos 7 a 13.

Asimismo, los artículos 24 y 25 prevén la existencia, en el ámbito nacional, de una autoridad de control encargada de velar por el cumplimiento de las obligaciones, y con potestad de fiscalización y sancionatoria ante eventuales incumplimientos, lo que puede ameritar incluso la interacción entre autoridades administrativas y judiciales, a fin de asegurar el debido proceso.

El impacto de la jurisprudencia de la Corte IDH

La Corte IDH no ha sido ajena al impacto que las actividades empresariales tienen en el disfrute de los derechos humanos. Si bien la CADH obliga a los Estados y respecto de ellos solamente puede declarar la responsabilidad internacional y ordenar medidas de reparación, igualmente ha desarrollado líneas jurisprudenciales que refuerzan la relación Estados-empresas-derechos humanos. Si bien los instrumentos clásicos de derechos humanos no vinculan directamente a las empresas, la naturaleza evolutiva y la dinámica del DIDH permiten identificar otros actores que inciden en ellos, como las empresas, los bancos, las instituciones financieras y de inversión, entre otros (Deva, 2023, párr. 24).

Es así que, en el caso de los Buzos Miskitos (Corte IDH, 2021), recogió los principios rectores de Naciones Unidas y sus tres pilares y, a fin de concretar la obligación de garantía del Estado, determinó que estos tienen el deber de adoptar disposiciones de derecho interno con el objetivo de “prevenir las violaciones a derechos humanos producidas por empresas privadas”. Esto se traduce en el deber de “adoptar medidas legislativas y de otro carácter para prevenir dichas violaciones, e investigar, castigar y reparar tales violaciones cuando ocurran”, debiendo también “reglamentar que las empresas adopten acciones dirigidas a respetar los derechos humanos reconocidos en los distintos instrumentos del sistema interamericano de protección de derechos humanos
—incluida la Convención Americana y el Protocolo de San Salvador—” (párr. 48).

Una primera cuestión a destacar refiere a la mención a los instrumentos del Sistema Interamericano, mientras que los principios rectores aluden a la Carta Internacional de Derechos Humanos. Sin embargo, esto se explica por la propia competencia ratione materiae del tribunal y, de un análisis mayor de su jurisprudencia, se aprecia que son tenidos en cuenta diversos instrumentos de soft law y se recurre al diálogo de tribunales para dotar de contenido e interpretar las normas del Sistema Interamericano, por lo que esta restricción es solo aparente.

También es pertinente remarcar que al determinar el alcance de este deber de regulación, la Corte recurre a las diversas aristas de los principios rectores, en tanto señala que la regulación que los Estados están obligados a desarrollar debe contemplar que “las empresas (eviten) que sus actividades provoquen o contribuyan a provocar violaciones a derechos humanos y adoptar medidas dirigidas a subsanar dichas violaciones”. Precisa, además, que tal responsabilidad existe con independencia del tamaño o sector, pero que estos elementos pueden servir para diferenciar la regulación exigida, según el riesgo que conlleven para los derechos humanos (Corte IDH, 2021, párr. 48). Nuevamente, las cuestiones de “riesgo generado” y “tamaño y características de la empresa” son esenciales para determinar los umbrales requeridos.

De ahí que por medio de este primer pronunciamiento, la Corte dota de operatividad —al menos en el Sistema Interamericano— a los principios rectores mediante la exigencia de regulación por parte de los Estados. Sin ánimo de abusar de la cita, ello queda perfectamente plasmado en el siguiente párrafo:

Adicionalmente, este Tribunal considera que, en la consecución de los fines antes mencionados, los Estados deben adoptar medidas destinadas a que las empresas cuenten con: a) políticas apropiadas para la protección de los derechos humanos; b) procesos de diligencia debida para la identificación, prevención y corrección de violaciones a los derechos humanos, así como para garantizar el trabajo digno y decente; y c) procesos que permitan a la empresa reparar las violaciones a derechos humanos que ocurran con motivo de las actividades que realicen, especialmente cuando estas afectan a personas que viven en situación de pobreza o pertenecen a grupos en situación de vulnerabilidad (…) los Estados deben impulsar que las empresas incorporen prácticas de buen gobierno corporativo con enfoque stakeholder (interesado o parte interesada), que supongan acciones dirigidas a orientar la actividad empresarial hacia el cumplimiento de las normas y los derechos humanos, incluyendo y promoviendo la participación y compromiso de todos los interesados vinculados, y la reparación de las personas afectadas (Corte IDH, 2021, párr. 49, énfasis añadido).

De esta forma, se dota con un manto de obligatoriedad (en virtud del control de convencionalidad y la obligación de adecuación del ordenamiento interno ya analizadas ut supra) a los principios rectores y los mecanismos de debida diligencia. Claro está, se trata de una obligación en “segundo grado”, ya que se requiere, en primer lugar, que los Estados lo regulen para luego vincular por medio de esa regulación a las empresas. Es decir, en primer lugar, son los Estados los obligados a regular la actividad empresarial conforme estos parámetros.

La Corte no es ajena a los mecanismos de responsabilidad social empresarial que las empresas pudieran asumir voluntariamente. En la misma sentencia se recoge la importancia de la participación activa de las empresas para la vigencia de los derechos humanos, con una evaluación continua y respuestas adecuadas. Por último, el tribunal interamericano tampoco es indiferente al problema de las empresas transnacionales y de la extraterritorialidad; en ese sentido, refiere a que los Estados “deben adoptar medidas dirigidas a garantizar que las empresas transnacionales respondan por las violaciones a derechos humanos cometidas en su territorio o cuando son beneficiadas por la actividad de empresas nacionales que participen en su cadena de productividad” (Corte IDH, 2021, párr. 52).

Esto constituye también el germen en cuanto a la regulación de la responsabilidad extraterritorial, lo que se inserta en un contexto global por diseñar la responsabilidad de este tipo y los mecanismos de reparación. En efecto, parece ser que también surge una obligación de regular sobre este aspecto.

En esta línea, en un reciente y paradigmático caso, es importante también destacar la posición que asume la Corte, en consonancia con los principios rectores, respecto de lo que se espera de las empresas, dado que “no requiere (…) que garanticen resultados, sino que debe dirigirse a que estas realicen evaluaciones continuas proporcionales de mitigación de los riesgos causados por sus actividades, en consideración a sus recursos y posibilidades (…) Se trata de una obligación que debe ser adoptada por las empresas y regulada por los Estados” (Corte IDH, 2023, Serie C N.o 511, párr. 114).[15] Lo importante, en lo que respecta a este punto, radica en su carácter de obligación de medios, así como que la Corte no es ajena al enfoque internacional sobre el tema: la debida diligencia en derechos humanos se basa en un comportamiento que tenga en cuenta la gestión del riesgo a los derechos humanos por las empresas.

Podría citarse otro caso relacionado con empresas y derechos humanos. En Olivera Fuentes vs. Perú (Corte IDH, 2023, Serie C N.o 484), la Corte abordó el rol de las empresas y la discriminación de personas LGBTIQ+, disponiendo que aquellas juegan un rol importante en la promoción e inclusión de personas pertenecientes a dicho colectivo, tanto en relación con el trabajo como en lo referido al consumo de bienes y servicios. De esta forma, el tribunal señaló que las empresas tienen no solo la posibilidad, sino también la responsabilidad, de promover la participación, inclusión y respeto de las personas LGBTIQ+ en un amplísimo margen de actividad.

Así, respecto de este punto en concreto y en su relación con las empresas, señaló la Corte IDH (2023, Serie C N.o 484):

La Corte considera, por tanto, que es responsabilidad de todas las empresas respetar los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas LGBTIQ+, en sus operaciones y relaciones comerciales (…) De esta manera, las empresas deben asegurarse de que no discriminan a los proveedores y distribuidores LGBTIQ+ ni a los clientes LGBTIQ+ a la hora de que estos accedan a sus productos y servicios. Ello implica no solo evitar la discriminación, sino hacer frente a problemas de violencia, acoso, intimidación, malos tratos, incitación a la violencia y otros abusos contra las personas LGBTIQ+ en que las empresas puedan estar implicadas por medio de sus productos, servicios o relaciones comerciales (párr. 103).

Entonces, es claro que la debida diligencia en derechos humanos deberá contemplar este punto, tanto en lo referido a distribuidores y proveedores como a clientes y acceso al empleo.

Finalmente, también existe otro precedente relacionado con la cuestión, en el que se abordó el deber de diligencia respecto de los centros privados de salud. Atendiendo a los caracteres y la esencia del derecho de salud, la Corte IDH (2023, Serie C N.o 504) señaló que los Estados tienen el deber de regular y fiscalizar la asistencia de salud prestada dentro de su jurisdicción, independientemente de si la entidad prestadora es pública o privada (párr. 116).

Sobre el particular, señaló el tribunal que “los Estados deben establecer un marco normativo adecuado que regule la prestación de servicios de salud, estableciendo estándares de calidad para las instituciones públicas y privadas, que permita prevenir cualquier amenaza de vulneración a la integridad personal”, debiendo además prever “mecanismos de supervisión y fiscalización estatal (…) así como procedimientos de tutela administrativa y judicial para el damnificado” (párr. 116).

En esta sentencia se puede apreciar, más concretamente, ciertos lineamientos que deberían seguir los procedimientos de debida diligencia en materia de empresas de salud, con especial énfasis en la tutela y la reparación. Asimismo, sintetiza su posición al señalar que “los Estados tienen el deber de prevenir las violaciones a derechos humanos producidas por empresas privadas, por lo que deben adoptar medidas legislativas y de otro carácter para prevenir dichas violaciones, e investigar, castigar y reparar tales violaciones cuando ocurran” (párr. 118).

Aunado a lo anterior, tampoco puede desconocerse la jurisprudencia que ha desarrollado el tribunal sobre pueblos indígenas, así como el deber de consulta previa, libre e informada y el desarrollo de estudios de impacto ambiental, todo lo cual también repercute en la actividad empresarial y deberá ser contemplado en los programas de debida diligencia. En esta línea, en el caso del Pueblo U’wa (Corte IDH, 2024, Serie C N.o 530) la Corte ha abordado el impacto diferenciado de ciertas prácticas empresariales en el territorio ancestral y en la integridad del ambiente (párr. 297), y en su voto concurrente los jueces Mudrovitsch, Ferrer Mac-Gregor y Pérez Manrique han enfatizado también la importancia del respeto a las ceremonias, tradiciones y lugares sagrados por parte del sector empresarial, en aras de la protección del derecho a la libertad y expresión religiosas (párr. 58).

También dentro del Sistema Interamericano la CIDH-Relatoría Especial sobre Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (2019) se ha pronunciado en líneas similares:

En este sentido es necesario precisar que si bien existe un déficit en la adecuación o existencia de normas secundarias de derecho internacional que ayuden a fincar responsabilidad internacional a actores empresariales por violaciones de derechos humanos, con la excepción de aquellas provenientes del derecho penal internacional (…) los Estados, al dar cumplimiento efectivo a sus obligaciones de respeto y garantía bajo el derecho internacional de los derechos humanos, tendrán que asegurar que las empresas tengan obligaciones directas y vinculantes sobre el respeto a los derechos humanos. Al hacer esta transposición, si bien la atribución de responsabilidad dirigida hacia la empresa será siempre desde un plano interno, el Estado deberá tener como pauta los estándares y normas aplicables provenientes de las fuentes primarias internacionales de derechos humanos, como aquellas recogidas en la Declaración Americana, la Convención Americana o el Protocolo de San Salvador, para dotarlos de efectividad en el marco de aquellas relaciones entre privados, sean contractuales o extracontractuales, que involucren la realización de derechos humanos (parr.193).

En el último pronunciamiento al respecto, el tribunal interamericano ha abordado concretamente la relación entre empresas y género, en especial atendiendo a su impacto en la sociedad al garantizar el acceso al empleo sin discriminación, en el que recoge no solo los principios rectores, sino que también recomienda la aplicación de las Directrices sobre Género y Empresas del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Empresas Transnacionales y otras Empresas (Corte IDH, 2024, Serie C N.o 539, párr. 113).

Los pilares de la diligencia empresarial en derechos humanos

Los Estados no deben ser ajenos a la problemática —siempre actual y presente en nuestra región—que ocasiona el poder, cada vez mayor, de las empresas, que muchas veces supera el poder estatal e incide en sus políticas. Si bien los principios rectores, en el ámbito de Naciones Unidas, tienen un carácter de soft law, en el Sistema Interamericano se han fortalecido al otorgarles un “velo de obligatoriedad” que ya era vislumbrado por las consideraciones que había hecho la CIDH. Sin embargo, pese a no discutirse —hoy— su obligatoriedad de parte de los Estados, poco se ha reflexionado sobre el contenido mínimo que estos programas deberían observar.

A nivel comparado, pueden identificarse modelos normativos que apuntan a bienes jurídicos concretos o derechos a ser protegidos (por ejemplo, es el caso de la Modern Slavery Act),[16] otros que refieren a los derechos humanos en general, sin una limitación concreta a algunos en particular y, finalmente, otros que lo limitan al cumplimiento de ciertos tratados.

Más allá del modelo que se adopte, es importante que toda ley que regule esta cuestión aborde necesariamente ciertos pilares, a fin de asegurar el effet utile de los derechos humanos. Un modelo regulatorio que no incluya los siguientes ítems o pilares pecaría de no realizar un abordaje holístico o integral de los derechos fundamentales.

En efecto, los Estados que han ratificado la CADH y reconocido la competencia de la Corte IDH no solo están vinculados por sus disposiciones escritas, sino también por la interpretación que de ellas hace el tribunal regional. En este sentido, a partir del caso de los Buzos Miskitos lo que se ha ido reiterando, aplicándose respecto de derechos en concreto—, existe un deber estatal —que surge de la conjugación del control de convencionalidad y de la obligación de adecuación del ordenamiento interno del artículo 2 de la CADH (OEA, 1969)— de que los Estados que forman parte del sistema dicten normas que exijan y regulen la debida diligencia empresarial en derechos humanos. Consiste en un deber que debe cumplirse en virtud del pacta sunt servanda y que es directamente exigible a las autoridades, por lo que se vuelve imperiosa la difusión de estos fallos a fin de dar a conocer su contenido.

En tanto obligación, los Estados eventualmente podrían ser responsabilizados internacionalmente en un proceso ante la Corte IDH por incumplir este estándar. Los parámetros señalados por la Corte —y vueltos obligatorios— recogen a grandes rasgos las propuestas de Ruggie, en el sentido de que se trata de una obligación de medios que depende del tamaño y el sector de actividad de la empresa y que tiene como eje transversal la gestión de los riesgos que aquella con su actividad produce o contribuye a producir. Es aquello que Ruggie (2015) denominó la “nueva gobernanza”, en un estadio donde el Estado por sí mismo no puede desplegarse para atender todos los retos sociales y por ello se vale de otros actores para reforzar su actuar (p. 24).

De esta manera, la debida diligencia en materia de derechos humanos —al menos en el ámbito interamericano y en virtud de estos precedentes— deja de ser una práctica de buen gobierno corporativo, basada en la buena voluntad de la empresa o como responsabilidad social empresarial, para erigirse en un deber (previa regulación estatal) que no se sustenta ya en la premisa de “cumple o explica”, sino en la de “cumple o cumple”.

A modo de cierre, y en vistas del análisis de la jurisprudencia de la Corte IDH, sugiero que todo proceso de debida diligencia en materia de derechos humanos debería incluir seis pilares, sin perjuicio de que luego existan otros en función del tipo de actividad.

En primer lugar, se debe evaluar el principio de igualdad y no discriminación,[17] erigido en norma de jus cogens.[18] De esta manera, las empresas deberán en su mapa de riesgo identificar, primero, los grupos especialmente vulnerables con los que se vinculen de cualquier manera; y, por otra parte, asegurar —y crear un ambiente para evitar su vulneración— condiciones igualitarias de acceso al empleo, de contratación, provisión y consumo; esto es, tanto con trabajadores como con proveedores y consumidores. Así, el plan de debida diligencia deberá tener en cuenta ciertos grupos, como el colectivo LGBTIQ+, las mujeres, las personas con discapacidad, las personas mayores, minorías étnicas y religiosas, etcétera. Como esto se aborda desde el Estado, es preciso que este al regular los programas brinde incentivos (tributarios, reputacionales o de algún otro tipo) para efectivizar estas medidas.[19]

Dentro de este punto, es preciso, como se ha señalado, que las empresas tomen en cuenta el impacto diferenciado de sus actividades en los niños y niñas. El Comité de los Derechos del Niño (2013) ha reconocido diversas formas en que la actividad empresarial puede poner en peligro sus derechos, tanto a nivel ambiental, en la provisión de bienes y servicios, en la obstrucción de su normal desarrollo con su tierra e incluso relacionado con la actividad laboral de sus padres.[20] Así, ha señalado que “cuando las prácticas de empleo de las empresas requieren que los adultos realicen largas jornadas de trabajo, los niños de más edad, especialmente las niñas, pueden tener que asumir las obligaciones domésticas y de cuidado de los niños que corresponden a sus padres, lo que puede afectar negativamente su derecho a la educación y al juego” (párr. 19). En relación con su protección, las medidas de prevención y mitigación deben incluir también la publicidad, la mercadotecnia, el impacto ambiental y la introducción de políticas en el lugar de trabajo favorables a la familia —lo que incide no solo en la duración de la jornada, sino también en el otorgamiento de licencias parentales suficientemente remuneradas— (párr. 20).

A su vez, en aquellos casos de trabajo adolescente permitido por la ley, las empresas deberán adoptar enfoques tendientes a asegurar su seguridad, desarrollo moral y derecho al desarrollo, a la educación y al esparcimiento (párr. 56).

Tampoco debe escapar de la consideración empresarial la cuestión del género entendido como “los roles de los hombres, las mujeres y las personas no binarias que han sido construidos por las sociedades y a las relaciones de poder existentes entre esos grupos, que pueden verse afectados de manera diferente por las actividades empresariales” (Consejo de Derechos Humanos, 2019, párr. 9), con especial mención a la situación de la mujer, no solo en el ámbito laboral, sino también mediante una debida y “real” participación y escucha del sector, e incluso en el propio modelo de negocios y las estrategias de marketing.[21] Sobre el punto, deberían tenerse en cuenta las Directrices de Género para los Principios Rectores sobre Empresas y los Derechos Humanos del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre empresas transnacionales y otras empresas.

En segundo término, debería tomarse en cuenta el impacto en el medio ambiente y la contribución al cambio climático, lo que obviamente dependerá del tipo de actividad, del tamaño, etcétera. Sobre este punto, debe acotarse que en el ámbito interamericano se ha reconocido el derecho al medio ambiente sano como una norma de jus cogens.[22] [23]

En esta línea es fundamental que los instrumentos normativos consideren el impacto diferenciado de ciertas actividades empresariales sobre el ambiente y el sistema climático, a fin de exigirles una debida diligencia reforzada, que debería incluir actividades de mitigación del deterioro ambiental y de retornos y apoyos a la comunidad, así como prever mecanismos de reparación ante daños ambientales en su entorno, en caso de que se concreten.

Así, se ha señalado que la debida diligencia empresarial debe comprender también las sustancias tóxicas utilizadas, liberadas, almacenadas y eliminadas por las empresas en el curso de sus actividades y de sus relaciones comerciales. En este aspecto cobra importancia también la trazabilidad en la cadena de suministro y requiere de una actitud proactiva y responsable que vaya más allá de lo exigido por la regulación nacional, que muchas veces ha quedado rezagada frente al imponente dinamismo de la cuestión. En los procesos de debida diligencia las empresas deberían evaluar qué sustancias suponen un riesgo a los derechos humanos de las personas y emplear estrategias para eliminar y sustituir su uso o, en su defecto, emprender las acciones necesarias para prevenir su exposición.[24]

Relacionado con este punto también se encuentra el deber de transparencia, en tanto a lo largo de toda la cadena de suministro debería ofrecerse información sobre los peligros, el uso de las sustancias y sus riesgos.

En este aspecto, debe enfatizarse la necesidad de establecer mecanismos legales que contemplen la cuestión ambiental y climática —como derecho humano— frente al fenómeno conocido como “regulatory chillness”. Este consiste, básicamente, en la pasividad normativa y regulatoria de los Estados ante el riesgo inminente de demandas arbitrales, en general, en el marco de acuerdos internacionales de inversión, por considerarse una disminución o desventaja en las condiciones inicialmente pactadas para los inversores. Un plan acabado de debida diligencia empresarial de fuente legal no debería, pues, ser ajeno a esta dimensión como prerrequisito para el disfrute de los demás derechos humanos.

En tercer lugar, deberán abordarse los derechos laborales, incluidos el salario digno,[25] la libertad sindical,[26] la prevención de acoso de cualquier índole, la seguridad y la salud en el trabajo,[27] la prohibición de esclavitud, servidumbre y otras prácticas análogas,[28] la abolición del trabajo infantil, etcétera.

Con relación a esta dimensión, no puede desconocerse la autorizada opinión de Courtis (2023), para quien la utilidad de la debida diligencia en materia de derechos laborales “es más bien escasa, ya que no es necesaria mayor prospección para advertir que toda empresa puede afectar los derechos laborales de sus trabajadores”, y porque “no sustituye las obligaciones sustantivas en materia de protección de los derechos humanos en general, y de los derechos humanos laborales en particular, impuestas a las empresas por la legislación nacional y por otras fuentes de derecho como la autonomía colectiva. La primera obligación de respeto de los derechos humanos por parte de las empresas es el cumplimiento de esa legislación” y concluye luego que “el cumplimiento del deber de debida diligencia es irrelevante para evaluar el cumplimiento de las obligaciones sustantivas impuestas a la empresa por la legislación y otras fuentes normativas en materia de derechos humanos” (pp. 176-177).

Si bien tales conclusiones son compartibles, podría señalarse que efectivamente la debida diligencia en los derechos humanos laborales tiene utilidad en cuanto informa sobre los mínimos que deberán observarse por parte de los empleadores y que, en la determinación de esos mínimos, habrá que tomar en cuenta las normas internacionales. Así, ante cualquier restricción o incluso vacíos regulatorios que pudieran existir en un ordenamiento jurídico dado, la debida diligencia impondrá no desconocer los “pisos mínimos”, tal como están dados en normas internacionales, y por aplicación del control de convencionalidad en el ámbito interamericano. Piénsese en un ordenamiento jurídico que, por ejemplo, no protegiera la libertad sindical —como ocurrió en Uruguay hasta 2006 con la aprobación de la Ley N.o 17.940—; si bien la fuente de la obligación de respeto no provendría de una norma interna, el DIDH les impondría igualmente a las empresas el respeto de este derecho y la adopción de medidas para mitigar su vulneración en virtud del control de convencionalidad. Ello se instrumentaría en el proceso de debida diligencia sin tener que esperar a una reclamación judicial una vez lesionado el derecho. Es así que los procesos de debida diligencia, en este punto, contribuyen al dinamismo de los derechos humanos y a la aparición de nuevos derechos, y sustituyen las carencias de las demoras legislativas en incorporarlos.

Volviendo a los pilares que deberían considerarse necesariamente en todo proceso, cabe mencionar la prevención de la corrupción, en cualquier nivel y de cualquier entidad. Si bien a priori puede haber dudas sobre su relación con los derechos humanos (que es el objeto de este trabajo), ello es solo aparente, dado que, como ha señalado el tribunal interamericano, “la corrupción tiene el efecto de disminuir los recursos disponibles y necesarios para la realización de los derechos humanos de las personas que se encuentran en el territorio del Estado” (Corte IDH, 2023, Serie C N.o 510, párr. 82). Debería abarcar desde aquellos actos de corrupción casi imperceptibles o naturalizados —sobre todo, en el ámbito de las pymes— como los de mayor envergadura.

El Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre empresas transnacionales y otras empresas (Consejo de Derechos Humanos, 2022) ha advertido sobre las consecuencias negativas de la participación irresponsable de las empresas en la política, así como sobre el fenómeno de que, aun valiéndose de formas lícitas de participación, igualmente puede tener un impacto nocivo en los derechos humanos, sobre todo cuando no se prevén marcos que velen por la transparencia (párr. 11-14). Asimismo, cuando las empresas realizan o participan en actos de corrupción —como el soborno, peculado, favoritismo, tráfico de influencias, etcétera—, pueden provocar o contribuir a provocar violaciones de derechos humanos o contribuir a que se produzcan en los Estados de sus filiales, que, a la postre, repercuten desproporcionadamente sobre los grupos especialmente vulnerables y desplazados (Consejo de Derechos Humanos, 2020, párr. 7-10).

En línea con lo que viene de decirse, el Grupo de Trabajo (Consejo de Derechos Humanos, 2020) recomienda que las empresas evalúen conjuntamente el riesgo de lesionar los derechos humanos y que se cometan actos de corrupción: “Las empresas no pueden evitar evaluar los efectos de la corrupción en los derechos humanos al realizar evaluaciones de los efectos de sus actividades en los derechos humanos. En los lugares en que la corrupción está muy extendida, las empresas deben considerar que los derechos humanos y las medidas para evitar la corrupción están vinculados” (párr. 47). Sobre el particular, es preciso reconocer que los sectores de sostenibilidad, cadena de suministros, derechos humanos, jurídico y de compliance deben trabajar conjuntamente, y no en forma estanca, a fin de lograr una visión holística, con objetivos comunes y con intercambio de información y colaboración a la interna de la empresa (párr. 52-54). Es preciso una verdadera integración entre corrupción y derechos humanos, no bastando ya con una mera armonización.[29]

En quinto término, deberían también considerar la integridad, seguridad y salud del entorno, lo que abarca a usuarios o consumidores —mediante la provisión de bienes o servicios de calidad y que no supongan un riesgo—, así como también de la comunidad en la que se insertan y sobre la que tienen impacto. Muy especialmente, deberá en este punto analizarse el impacto en los territorios ancestrales de los pueblos indígenas, así como en la trascendencia que las actividades puedan tener en la vida normal de estos pueblos. De esta forma, es importante que las empresas tomen en cuenta los estándares sobre consulta previa, libre e informada, y que tomen decisiones culturalmente adecuadas al entorno en el que se desenvuelven.

El relator especial sobre pueblos indígenas ha puesto de manifiesto, sobre el punto, que las actividades empresariales en territorios indígenas pueden detonar serios conflictos sociales con círculos de violencia y violaciones de derechos humanos. Ello se debe, en muchos casos, a una falta de conocimiento suficiente de las normas relativas a pueblos indígenas por las empresas.[30] Así, al considerar las normas relevantes, deberá tenerse en cuenta “la declaración de Naciones Unidas (sobre pueblos indígenas) y el Convenio 169 de la OIT, incluso si operan en países que no han aceptado formalmente o ratificado dichas normas” (Anaya, 2010, párr. 47).

Aquí, nuevamente con gran agudeza, Courtis (2023) señala una carencia en este punto, que refiere a la falta de incentivos que puedan tener las empresas para invertir en estos asuntos, máxime cuando ello puede repercutir en su propio éxito económico:

Cuesta imaginar qué incentivo tendría una empresa que fabrica y comercializa tabaco o alimentos con exceso en nutrientes críticos o ultraprocesados que provocan enfermedades no transmisibles, o una empresa extractiva cuya actividad contamina el medio ambiente, para llevar a cabo una tarea minuciosa de prospección y publicidad sobre los impactos sobre los derechos humanos que se derivan de su actividad, cuando tal tarea podría conspirar contra los intereses lucrativos de la empresa o le impondría costos adicionales de prevención (…) o aun el retiro del mercado de productos que le generan considerables ganancias (p. 170-171).

Ello es, sin duda, el talón de Aquiles del concepto, pero estimo que la dificultad práctica o política no es óbice para analizar la procedencia jurídica del mecanismo. Por el contrario, esta dificultad deberá ser tenida en cuenta por el legislador al diseñar el plan de debida diligencia requerido legalmente. Así, pueden adoptarse incentivos de diverso tipo (calificación, incidencia tributaria, mayores facilidades, etcétera) e incluso podría consistir en una oportunidad para evaluarlo in totum con la responsabilidad penal de la persona jurídica y la tipificación de delitos relacionados con derechos humanos cometidos por las empresas.

En esta línea, la instrumentación de planes de diligencia debida en derechos humanos podría servir a la hora de determinar la responsabilidad penal. Sobre el particular, señala Ballesteros Sánchez (2020) que “cobra pleno sentido la implementación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas y la promoción de los programas de cumplimiento normativo en materia penal para la atenuación de riesgos derivados de un defectuoso management empresarial” (p. 65-66), apuntando específicamente que “la  aplicación  y  utilidad  de  la  política  criminal  y  el  derecho  penal  no  debe  predeterminarse,  únicamente,  a  la  reacción  o  control  de  conductas  que  lesionan  o  ponen  en  peligro  bienes  jurídicos  y  los  derechos  humanos,  sino  que  también,  en  búsqueda  de  una  eficiente protección de estos, debe orientarse, a su vez, a las labores de prevención” (p. 73).

De esta forma, resta señalar pues que, en el afán por aumentar las formas de protección de los derechos humanos, se erigen tanto la responsabilidad penal de la persona jurídica como la debida diligencia en derechos humanos —y muy probablemente, en conjunto— como garantías primarias genéricas de los derechos humanos. Como enseña Ferrajoli (2024), el gran problema de los derechos fundamentales radica en que el momento en que son consagrados o reconocidos no coincide y en general es cronológicamente anterior al de la consagración de las garantías (p. 25). De ahí que la consagración normativa en los ordenamientos internos de la debida diligencia, junto con incentivos tributarios o disuasivos, como lo es el castigo penal, devienen en garantías primarias[31] para tutelar el abanico de derechos expresado a lo largo de este capítulo.

Finalmente, deberá prestarse atención en el plan de debida diligencia a la cadena de suministro,[32] a fin de examinar si la trazabilidad de los insumos o materias primas es acorde a los estándares internacionales de derechos humanos, lo que, inter alia, impone deberes de vigilancia y prevención frente a materiales obtenidos de mano de obra esclava, infantil, etcétera. Es evidente que, al igual que como ocurre con los demás aspectos, el nivel de análisis e incidencia dependerá de la empresa en cuestión, pero incluso las pymes tienen un margen de acción en este sentido y no deberían alegar su tamaño o entidad para eludir una evaluación de este punto. Es así que en el comentario al Principio 19  (OACNUDH, 2011) se prevé que “hay situaciones en que la empresa carece de influencia para prevenir o mitigar las consecuencias negativas y es incapaz de aumentar su influencia. En tales casos, debe considerar la posibilidad de poner fin a la relación, tomando en consideración una evaluación razonable de las consecuencias negativas que esa decisión pueda acarrear para la situación de los derechos humanos (…) En cualquier caso, mientras prosiga la violación en cuestión y la empresa mantenga su relación comercial, debe estar en condiciones de demostrar sus propios esfuerzos por mitigar el impacto y aceptar las consecuencias —en términos de reputación, financieras o legales— de prolongar su relación”. Una primera aproximación radica en la aplicación de los requisitos “en cascada”; esto es, la exigencia de los mecanismos de proveedores a proveedores, sumadas a otros incentivos como evaluaciones de riesgo, auditorías, establecimiento de mecanismos de reclamación, etcétera (Consejo de Derechos Humanos, 2018, párr. 49).

La debida diligencia, en este punto, no abarca solamente la cadena de suministro entendida como la concatenación de servicios de compra y venta de materia prima por diversos sujetos, sino que también comprende los propios procesos de compra. Como ha señalado el relator especial sobre el derecho al desarrollo: “Las empresas también deben adoptar prácticas de compra responsable, en lugar de trasladar a sus socios de la cadena de suministro la carga de cumplir las leyes obligatorias en materia de derechos humanos” (Deva, 2023, párr. 49).

Específicamente en la actividad de quienes se dedican a la inversión el Grupo de Trabajo (Consejo de Derechos Humanos, 2024) ha recomendado —a fin de aumentar los niveles de controles de cumplimiento de la debida diligencia en derechos humanos— que se exija la debida diligencia a todas las empresas en que se invierta, así como un informe anual sobre las medidas adoptadas en este sentido, incluida la cuestión del daño al medio ambiente y el cambio climático (88.d.1).

Una vez despejados los pilares que —como mínimo— debería contemplar todo proceso de debida diligencia exigido por la ley, es preciso apuntar que el modelo de debida diligencia en el derecho interno puede variar, lo que dependerá, en definitiva, de cuestiones de política legislativa. Así, un primer modelo podría exigir que las empresas adopten procesos de debida diligencia y los apliquen, so pena de incurrir en responsabilidad civil. En tal caso, la ley debería prever razonablemente el tipo de actividades requeridas y los daños cubiertos, a fin de otorgar una razonable previsibilidad y seguridad al actuar de las empresas (OACNUDH, 2018, párr. 14-18).

Un segundo modelo puede considerar la existencia de programas de debida diligencia en derechos humanos como un atenuante o eximente de responsabilidad, aunque ello debería conciliarse con el derecho de las víctimas a la reparación y no debería ser un impedimento, pero sí podría incidir como eximentes de multas, otras medidas punitivas (OACNUDH, 2018, párr. 33) e incluso la responsabilidad penal en aquellos ordenamientos que la prevén. Así, por ejemplo, el artículo 31 bis.2.1° del Código Penal Español (España, 1995) prevé que constituye una eximente de responsabilidad penal haber adoptado modelos de organización y gestión para prevenir los delitos o reducir el riesgo de su comisión —es claro que tratándose, como nos ocupa en el presente, de todo el elenco de derechos humanos, la cuestión varía significativamente—. Asimismo, el párrafo 5 establece los estándares mínimos con que deben contar esos sistemas para operar como eximente.

En vistas de lo anterior, además, brota la figura del compliance officer, ya no solo como gestor de los intereses empresariales, sobre todo en el ámbito del lavado de activos, sino que a partir de esta evolución (incipiente aún), el compliance officer que se encarga de analizar el impacto en los derechos humanos asume así una posición de “guardián” o “colaborador” del sistema interamericano, en tanto es el primero que está llamado a conocer los estándares internacionales de protección y velar por su cumplimiento —en un paso previo, incluso, a la intervención judicial, en caso de que se produzca un litigo—.

Esta es la esencia, pues, del Sistema Interamericano, basado en la cohesión y la cooperación de todos los actores en pos del respeto a los derechos fundamentales. Será una cuestión de política legislativa a analizar en cada Estado, si a esta mayor responsabilidad —dado que vela ahora por el conjunto de la comunidad toda y no solo de la empresa en que se inserta— le corresponde un estatuto jurídico más agravado o —en virtud del contexto regional— si es preciso formar personas específicamente en esta cuestión, dado que en muchos Estados ni siquiera existe esta figura.

Por último, resta indagar sobre la respuesta estatal que debería darse a estos programas y el seguimiento requerido. Es así que deberían crearse entidades estatales independientes del Poder Ejecutivo —que puede ser más sensible a los poderes e intereses económicos— que se encarguen de la vigilancia de estos programas, evaluando que sean idóneos (para evitar que sea una modalidad de washing empresarial), que sean suficientemente dinámicas en su evaluación, efectivas y que evalúen su transparencia. Todo ello sumado a un poder fiscalizador y sancionador en caso de incumplimiento, teniendo en cuenta todas las variables reseñadas supra.

Dada su especial trascendencia, una solución sería atribuir estas competencias al ombudsperson de cada Estado, en tanto las funciones descritas parecen ser armónicas con los Principios 3.a, c y f de los Principios de París (Asamblea General de las Naciones Unidas, 1993), y porque, además, se garantiza con ello su independencia de otros poderes (de gobierno y económicos). Asimismo, porque es perfectamente conciliable con los principios de la Declaración de Edimburgo (Comité Internacional de Coordinación de las Instituciones Nacionales para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos, 2010). Todo ello, sin perjuicio de las eventuales reclamaciones jurisdiccionales a que pudiera dar lugar, incluso en el plano internacional —por omisión estatal del deber de regular—.

Sobre el particular, Cantú Rivera (2020) identifica dos tipos de contribuciones que las instituciones de derechos humanos pueden aportar en el ámbito de la debida diligencia en derechos humanos. Por un lado, en forma directa, al garantizar mecanismos extrajudiciales de reparación, al constatar la falta de due diligence en un caso concreto y la responsabilidad empresarial por violaciones a los derechos humanos. Por otra parte, en forma indirecta, mediante su función esencial de recomendación al Estado en cuanto a la adopción y el abordaje de mecanismos e institutos de debida diligencia (p. 24).

En definitiva, resulta fundamental como garantía de la efectividad de este instituto la atribución de competencias a un órgano estatal suficientemente independiente de la injerencia de diversos poderes, a fin de controlar que los procesos adoptados por las empresas en su cumplimiento se adecuen a los estándares interamericanos y nacionales.

Como se aprecia, el impacto de las empresas en los derechos humanos constituye un aspecto sumamente desafiante y acuciante, pero en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) se cuenta con suficientes elementos para dar mayores pasos hacia la obligatoriedad y uniformidad de regímenes de protección a nivel interno. En vistas de la ausencia regional de una regulación doméstica de este tipo, se impone obligatoriamente, pues, una regulación a nivel continental, respetando, claro está, el margen de apreciación de cada Estado, siempre que sea respetuoso con los estándares de la Corte IDH.

Entonces, si bien los primeros precedentes de la Corte IDH en cuanto a la adopción de los principios rectores en aras de propender hacia la debida diligencia empresarial datan de 2021 (Corte IDH, 2021), hasta el momento no se ha avanzado en el sistema uruguayo hacia una regulación integral que sistemáticamente aborde la cuestión. Entonces, ¿qué mecanismos existen para paliar esta omisión estatal?

Es claro que las empresas podrían adoptar como práctica de responsabilidad social empresarial la realización de estos mecanismos en forma voluntaria, pero la precariedad jurídica y la falta de contralores al respecto vuelven estéril, a entender del autor, el propósito fundamental de evitar abusos a los derechos humanos. Esta omisión estatal —por desaplicación o desconocimiento del control de convencionalidad— puede acarrear responsabilidad internacional del Estado.

A su vez, eventualmente (sin perjuicio de los grandes obstáculos de prueba y de la escasa creatividad litigiosa de nuestro medio) podría acarrear también responsabilidad del Estado por omisión en la actividad legislativa, la que ha sido admitida, entre otros, por Durán Martínez (2019), quien explica que en varias hipótesis no basta con la aplicación del artículo 332 de la Constitución: “Esto es muy posible en caso de los derechos sociales, económicos y culturales que verdaderamente sean derechos humanos, dado su reconocimiento actual, su progresividad y su operatividad. En estos casos, la falta de ley dificulta la operatividad de estos derechos, pero no exonera de responsabilidad”.

Finalmente, aunque ello quedará a manos de la contingencia política del momento, otra opción podría ser el instituto de democracia directa de la iniciativa popular legislativa, previsto en el artículo 79 de la Constitución, que consagra el derecho de iniciativa al 25% del total de los inscriptos habilitados para votar.

En una región que cada vez se toma más en serio los derechos humanos, podría ser esta la oportunidad para articular esfuerzos provenientes de la academia y la sociedad civil en aras de la concreción de un proyecto de ley que regule la debida diligencia empresarial al margen del órgano legislativo concreto.

Es de hacer notar que la materia sobre la que versaría este proyecto no está incluida dentro de las excepciones al instituto (materia tributaria y de iniciativa privativa del Poder Ejecutivo), por lo que nada obsta su realización. La trascendencia de optar por esta opción radica en que “los órganos del Poder Legislativo quedan obligados a considerar el proyecto presentado, en eso se diferencia de la simple petición que puede formular cualquier habitante” (Cassinelli Muñoz, 2009, p. 226). Es más, como lo explica este autor, los electores que postularan la iniciativa tienen derecho a un pronunciamiento del Cuerpo Electoral sobre los proyectos que no fueren sancionados y promulgados por los legisladores (p. 227). Sobre este aspecto, se coincide con Korzeniak (2006) en cuanto a que si bien este instituto no ha sido reglamentado por ley, al tratarse de un derecho constitucionalmente estatuido puede ejercerse, siendo de aplicación el artículo 332 de la Carta (p. 440).

Sin embargo, como forma de sortear esta dificultad y a efectos de asegurar una mayor aplicabilidad de las normas de derechos humanos en el derecho interno, estimo que mientras se aguarda el dictado de una ley que orgánicamente regule esta cuestión, el Poder Ejecutivo tiene competencia para el dictado de un reglamento sobre la cuestión.

En efecto, el artículo 3 de la Ley N.o 9.463 (Uruguay, 1935) atribuye como competencia del Ministerio de Industria el contralor de las industrias, el estímulo para el desarrollo del comercio interior y exterior y la “legislación” relativa a industria, comercio y trabajo en sus numerales tercero, sexto y séptimo. De ahí que ostente competencia para fijar lineamientos mínimos y exigir a las empresas —por lo menos las relativas a industria y comercio— procesos de debida diligencia empresarial en materia de derechos humanos, en observancia de los estándares interamericanos, y fiscalizar su cumplimiento.

 

 

Epílogo

 

 

En su formulación tradicional el DIDH se ha orientado mayormente a limitar los poderes públicos y las obligaciones internacionales al respecto se han dirigido a los Estados en la formulación clásica del derecho internacional, mediante tratados así como por diversas fuentes de soft law, donde cobra especial trascendencia la jurisprudencia de los tribunales regionales de protección.

Sin embargo, cada vez más el poder económico y de mercado de las empresas se traduce en la posibilidad de incidir y afectar sustancialmente la situación de vida de las personas que se vinculan directa o indirectamente con ellas, a la postre del lógico —y necesario— beneficio económico y lucrativo. A estos mayores beneficios, así como por el hecho de que contribuyen o generan un riesgo, le debe corresponder, pues, mayores exigencias de prevención y promoción. Esto es, el nuevo paradigma no puede basarse solamente en la obligación de neminem laedere, sino que impone la realización de acciones —proporcional al tamaño, envergadura y sector— por parte de las empresas, esto es, un paso más. Se requiere un modelo de economía basada en los derechos humanos, que denuncien los modelos de negocio irresponsables y que vayan más allá del enfoque de no causar daño. 

Ante las demoras y la falta de unanimidades sobre un tratado vinculante para las empresas, los principios rectores explicitan las obligaciones preexistentes y su vinculación con el sector privado, traduciéndolo específicamente al ámbito empresarial y, sobre todo, por medio de la debida diligencia en materia de derechos humanos, la que emerge como un proceso dinámico, participativo, inclusivo e integral de cada empresa en proporción a sus características.

El gran problema que presenta es su carácter no vinculante, dado que no crea ninguna obligación adicional, por lo que son pocas las corporaciones que lo han adoptado en forma real y sincera (y no como una cuestión meramente reputacional o de facewashing). 

Empero, en el SIDH, se puede colegir que —en virtud del deber de garantía (artículo 1.1 de la CADH (OEA, 1969)), del deber de adecuación del ordenamiento interno (artículo 2) y por el control de convencionalidad, atendiendo a la reciente jurisprudencia de la Corte IDH— existe una obligación estatal de regular, exigir y controlar los procesos de debida diligencia en materia de derechos humanos a las empresas. Para ello, los diversos pronunciamientos reseñados supra brindan estándares que se deberían seguir en la regulación interna, que no son más que el reflejo de los principios rectores. Por ello, el legislador nacional, ante las dudas que se generaren y tomándolo como norte, deberá acudir a este documento en el diseño de la norma al que, por otra parte, está obligado internacionalmente.

Ello es esperanzador, dado que el contexto latinoamericano se presta a diversas vulnerabilidades en la división internacional del trabajo. Es así que en el presente artículo se proponen seis pilares que todo proceso de cumplimiento debería contemplar. No deja de ser un marco, dado que el aterrizaje concreto de estos principios dependerá de la empresa en cuestión y del entorno en que esta se inserte en su actividad.

De ello se extraen tres grandes consecuencias. En primer lugar, el compliance (y, más ampliamente, la debida diligencia empresarial) deja de ser un proceso únicamente ceñido a cuestiones como la corrupción, prevención del terrorismo y lavado de activos, y se vuelve ahora una herramienta que contempla situaciones y relaciones cotidianas, que vinculan a todo el entramado y requieren atención inmediata. En el contexto del SIDH, pues, ha operado una ampliación sustancial de los programas de cumplimiento y ello es imperativo, dado que emerge de los fundamentos jurídicos antedichos.

En segundo término, el rol del compliance officer deja de ser puramente de gestor de intereses privados y adquiere ahora una función más heroica o loable, la de velar por la situación del entorno. Se convierte de alguna manera en auxiliar del sistema interamericano, dado que está llamado a identificar, prevenir y evaluar, en primera línea (incluso antes de una eventual intervención jurisdiccional), el impacto en los derechos humanos de la actividad empresarial. Se debe ya no solo a la empresa, sino a la comunidad en que se inserta y trabaja y de la que la empresa se beneficia. Así, un aspecto que el legislador nacional deberá evaluar al regular el tema es si a esta mayor competencia le corresponden mayores responsabilidades administrativas, civiles, etcétera, o si se requiere un mayor programa de capacitación al respecto (y crearlo, en los Estados en que, como Uruguay, no existe).

En tercer lugar, la consecuencia natural y obvia de sostener el carácter obligatorio de regular los procesos de debida diligencia en materia de derechos humanos radica en la posibilidad de exigir esta obligación por los grupos interesados y, eventualmente, llamar a la responsabilidad internacional por encontrarse omiso en este deber. Es prudente, entonces, reforzar instituciones como el ombudsman u otras similares e independientes para contribuir con el monitoreo, seguimiento y gestión.

Por último, resulta imprescindible el papel de la academia, llamada a reflexionar y dotar de contenidos y lineamientos a esta obligación y que debe ser la difusora y protagonista en el diálogo nacional para que estos deberes se concreticen.

 

 

Referencias:

 

 

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Cómo citar: Lago de Avila, E. G. (2025). La obligación estatal de regular y exigir procedimientos de diligencia debida en derechos humanos. Apuntes desde el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Revista de Derecho, (31), e4264. https://doi.org/10.22235/rd31.4264

 

Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): 1. Conceptualización; 2. Curación de datos; 3. Análisis formal; 4. Adquisición de fondos; 5. Investigación; 6. Metodología; 7. Administración de proyecto; 8. Recursos; 9. Software; 10. Supervisión; 11. Validación; 12. Visualización; 13. Redacción: borrador original; 14. Redacción: revisión y edición.

 

E. G. L. A. ha contribuido en 1, 5, 6, 13, 14.

 

Editora científica responsable: Dra. Mercedes Vilaró.

 

Revista de Derecho, n31

enero-diciembre 2025

10.22235/rd31.4264

Doctrina

 



[1] Para una mayor lectura sobre el punto puede verse: Risso Ferrand, M. (2016). El control de convencionalidad. Revista de Derecho Público, 50; Nogueira Alcalá, H. (2017). El control de convencionalidad por los Estados parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y tribunales chilenos. Revista de Derecho, 1(15), 143-200; Nogueira Alcalá, H. (2014). Los desafíos del control de convencionalidad del corpus iuris interamericano para los tribunales nacionales. Revista de Derecho Público, 76, 393-424.

[2] Voto razonado del juez Ferrer Mac-Gregor en el Caso Gelman vs. Uruguay (Corte IDH, 2013).

[3] En el ámbito interamericano, la Corte IDH ha establecido que, en ciertos casos y respecto de ciertos derechos, este deber de comportamiento es particularmente exigente y requiere esfuerzos adicionales, sea por la gravedad que reviste la violación o bien por la particular situación de vulnerabilidad de las víctimas. Entre otros: Caso Sales Pimienta vs. Brasil. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 30 de junio de 2022. Serie C N.o 454, párr. 144; Caso Angulo Losada vs. Bolivia. Excepciones Preliminares, Fondo y Reparaciones. Sentencia de 18 de noviembre de 2022. Serie C N.o 475, párr. 92-95; Caso López Soto y otros vs. Venezuela. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 26 de septiembre de 2018. Serie C N.o 362, párr. 145.

[4] Ver, en este sentido: OCDE. (2018). Guía de debida diligencia para una conducta empresarial responsable (pp. 19-23).

[5] Según el artículo 1 de la Ley N.o 19.969 (Uruguay, 2021), son aquellas que “además de recibir de los socios aportes para aplicarlos al ejercicio de una actividad económica organizada, con el fin de participar en las ganancias y soportar las pérdidas, incluyan en su objeto social el generar un impacto positivo social y ambiental en la comunidad”.

[6] A modo de ejemplo, el Comité de los Derechos del Niño ha señalado: “Cuando la debida diligencia en lo que respecta a los derechos del niño se subsume en un proceso más general de diligencia debida en materia de derechos humanos, hoy es imperativo que las disposiciones de la convención y sus protocolos facultativos influyan en las decisiones. Todo plan de acción o medidas adoptados para prevenir o remediar las violaciones de los derechos humanos deben tener una consideración especial hacia los efectos diferenciados sobre los niños” (Comité de los Derechos del Niño, 2013, párr. 63).

[7] Sobre este punto, el relator especial señala que “pueden plantearse cuestiones de complicidad cuando una empresa contribuye o parece contribuir a las consecuencias negativas sobre los derechos humanos causadas por otras partes (…) pueden ser consideradas ‘cómplices’ de actos cometidos por otra (…) cuando parecen beneficiarse de una infracción cometida por esa otra parte” (OACNUDH, 2011, Comentario al Principio 17).

[8] En este sentido, puede verse el Informe del Grupo de Trabajo sobre la cuestión de los derechos humanos y las empresas (Consejo de Derechos Humanos, 2018, párr. 16-17).

[9] Véase: Corte IDH. (2023, mayo 16). Caso Comunidad Indígena Maya Q’eqchi’ Agua Caliente Vs. Guatemala. Fondo, Reparaciones y Costas. Serie C N.o 488; Corte IDH. (2023, agosto 29). Caso Comunidad Garífuna de San Juan y sus miembros vs. Honduras. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Serie C N.o 496.

[10] En el mismo sentido, véase: Comité de los Derechos del Niño. (2021, marzo 2). Observación General N.o 25 relativa a los derechos de los niños en relación con el entorno digital, párr. 38.

[11] El artículo 47 de la Constitución refiere, en lo pertinente, a que “las personas deberán abstenerse de cualquier acto que cause depredación, destrucción o contaminación graves al medio ambiente. La ley reglamentará esta disposición y podrá prever sanciones para los transgresores” (Uruguay, 1967). Asimismo, existen varias leyes que consagran derechos y responsabilidades en el ámbito empresarial, imponiendo una “carga” de debida diligencia, por ejemplo, la Ley N.o 18.251 sobre tercerizaciones en el ámbito laboral; la Ley N.o 19.196 de responsabilidad penal empresarial en materia de seguridad laboral; la Ley N.o 17.940 sobre libertad sindical, entre otras.

[12] A saber, el Parlamento Europeo y Consejo de la Unión Europea (2010; 2017); del último en especial, véanse los artículos 3, 4 y 5.

[13] Con esta se modifica la Directiva (UE) 2019/1937 y el Reglamento (UE) 2023/2859.

[14] Incluye la integración de la debida diligencia en las políticas y sistemas de gestión empresarial; la detección y evaluación de los efectos adversos y la eventual priorización; la prevención y mitigación de los efectos potenciales y la eliminación de los efectos adversos reales; la reparación por el daño causado; el diálogo constructivo con las partes interesadas; el establecimiento de un mecanismo de notificación y el procedimiento de reclamación; la supervisión y la evaluación de las políticas y la comunicación pública sobre la debida diligencia.

[15] Es el primer caso ante el tribunal en el que se trata el derecho al medio ambiente como autónomo y directamente justiciable ante la Corte IDH.

[16] La Ley de Esclavitud Moderna (Reino Unido, 2015) impone a las grandes empresas que operen en el país un deber de información anual a efectos de prevenir la esclavitud moderna en sus cadenas de suministro. Si bien la norma no especifica el tipo de información que se requiere, propone seis áreas: estructura organizacional y de la cadena de suministro, políticas de la compañía, procesos de debida diligencia, evaluación de riesgo, efectividad de las medidas de mitigación y capacitación. Otras regulaciones similares son la Ley de Transparencia sobre Cadenas de Suministro de California (2010) y la Ley de Esclavitud Moderna de Australia (2018).

A nivel comparado también destaca el Reglamento (UE) N.o 995/2010 (Parlamento Europeo y Consejo de la Unión Europea, 2010) sobre obligaciones de los agentes que comercializan madera. A efectos de prevenir violaciones a los derechos humanos en los procesos de extracción de ciertas maderas, la norma impone a los comerciantes de madera deberes de debida diligencia, evaluación del riesgo y prevención de violación a los derechos humanos. También referido a ciertos metales (estaño, tantalio, wolframio, sus minerales y oro), el Reglamento (UE) 2017/821 (Parlamento Europeo y Consejo de la Unión Europea, 2017) impone deberes de diligencia a los importadores de estos metales de zonas de conflicto o de alto riesgo, a efectos de contribuir a la transparencia y seguridad del suministro de estos minerales en contextos complejos o con alto riesgo de violación de los derechos humanos.

[17] En este sentido, véase: Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. (2017, agosto 10). Observación General N.o 24 sobre las obligaciones de los Estados en virtud del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales en el contexto de las actividades empresariales (E/C.12/GC/24), párr. 7-9.

[18] Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2003, setiembre 17). Condición jurídica y derechos de los migrantes indocumentados. Opinión Consultiva OC-18/03 de 17 de setiembre de 2003. Serie A N.o 18, párr. 101; Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2005, junio 23). Caso Yatama vs. Nicaragua. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Serie C N.o 127, párr. 184.

[19] En el sistema uruguayo es de destacar respecto, por ejemplo, de las personas con discapacidad lo previsto por la Ley N.o 19.691 y los artículos 49 y 61 a 65 de la Ley N.o 18.651.

[20] Así, por ejemplo, las autoras de The Care Collective (2021) han adoptado el término carewashing para referirse a la apariencia empresarial relacionada a los cuidados. Otras dinámicas de este tipo se han conceptualizado como pinkwashing (respecto de la población LGBTIQ+) o greenwashing.

[21] Al respecto, ha señalado el Grupo de Trabajo: “Las prácticas de marketing y venta de productos y servicios de muchas empresas perpetúan los estereotipos de género, normalizan las reglas sociales discriminatorias y sexualizan el cuerpo de las mujeres y lo transforman en un objeto, lo que las convierte en una mercancía más. Un ejemplo de ello es la manipulación digital de las imágenes de mujeres en los anuncios publicitarios para crear un ideal de belleza poco realista que presiona a las mujeres para que utilicen en exceso productos cosméticos, recurran a dietas poco sanas o se sometan a operaciones de cirugía estética. En algunas formas extremas, hay empresas que no son ajenas a la trata de mujeres con fines de explotación sexual, en particular para la producción de pornografía” (Consejo de Derechos Humanos, 2019, párr. 15).

[22] Véase el voto concurrente de los jueces Pérez Manrique, Ferrer Mac-Gregor y Mudrovitsch en Corte IDH (2023, Serie C N.o 511, párr. 76-82).

[23] Específicamente sobre debida diligencia y medio ambiente, el CDN la ha conceptualizado como “un proceso basado en el riesgo, que consiste en concentrar los esfuerzos allí donde existan riesgos graves y probables de daños ambientales, prestando especial atención a la exposición al riesgo de determinados grupos de niños, como los niños que trabajan. Si se establece la condición de víctimas de los niños, deben tomarse medidas de inmediato para evitar que su salud y desarrollo se sigan viendo afectados y para reparar adecuada y eficazmente el daño causado, de forma oportuna y efectiva” (Comité de los Derechos del Niño, 2023, párr. 81).

[24] Consejo de Derechos Humanos. (2017, julio 20). Informe del relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ecológicamente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos. (A/HRC/36/41), párr. 81-86.

[25] Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2022, febrero 1). Caso Federación Nacional de Trabajadores Marítimos y Portuarios (FEMAPOR) vs. Perú. Excepciones Preliminares, Fondo y Reparaciones. Serie C N.o 448, párr. 107; voto razonado concurrente del juez Pérez Manrique (párr. 13-18) y voto razonado del juez Ferrer Mac-Gregor (párr. 29-31).

[26] Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2021, mayo 5). Opinión Consultiva OC-27/17. Derecho a la libertad sindical, negociación colectiva y huelga, y su relación con otros derechos, con perspectiva de género. Serie A N.o 27.

[27] Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2020, julio 15). Caso empleados de la Fábrica de Fuegos de Santo Antonio de Jesús y sus familiares vs. Brasil. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Serie C N.o 407.

[28] Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2016, octubre 20). Caso Trabajadores de la Hacienda Brasil Verde vs. Brasil. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Serie C N.o 318.

[29] Al respecto, señala el Grupo de Trabajo: “Puesto que la conducta empresarial responsable se concentra en la prevención de la corrupción y el respeto de los derechos humanos, hoy es fundamental que los consejos de administración y el personal directivo de las empresas se aseguren de que ambas prioridades promuevan gradualmente una cultura empresarial y un enfoque de gestión holístico” (Consejo de Derechos Humanos, 2020, párr. 55).

[30] Sobre el particular, ha señalado: “En muchas ocasiones, las empresas suelen argumentar que su responsabilidad se limita al cumplimiento de la legalidad vigente en los países en los que operan; sin embargo, este es un argumento evidentemente limitado y que no ofrece soluciones suficientes en aquellos casos en los que las normas existentes son insuficientes o inexistentes en relación con los estándares internacionales, o simplemente los pueblos indígenas afectados no son oficialmente reconocidos como tales” (Anaya, 2010, párr. 30).

[31] En este sentido, enseña Ferrajoli (2016): “El garantismo, tal como lo entiendo, no es más que la otra cara del constitucionalismo, la que trata de asegurar su cumplimiento mediante la introducción y la actuación de las garantías de los derechos constitucionalmente establecidos. Las garantías son de hecho las técnicas con las que se tutelan y se satisfacen los derechos”; y distingue entre garantías primarias, que consisten en prohibiciones y obligaciones dirigidas a actuar las expectativas de no lesión o de prestación, según el derecho de que se trate, y las garantías secundarias, que comprenden el actuar jurisdiccional ante violaciones de las garantías primarias y que bien puede consistir en reparación o sanción (pp. 13-14).

[32] Pese a la multiplicidad de acepciones del término, se entiende, a los efectos de este trabajo, por cadena de suministro el conjunto de operaciones involucradas en la provisión de bienes y servicios, que comprende la selección de materias primas, la producción, el almacenamiento, la distribución, la publicidad, la venta y la entrega al consumidor. Las diferencias jurídicas y estructurales de los distintos Estados del globo han determinado que las grandes empresas procedan a una “división internacional” del trabajo de la fábrica, concentrando actividades puntuales de la cadena en distintos Estados con la finalidad de procurar la reducción de costos y una mayor eficiencia. Las cadenas de suministro “internacionales” o “inter-estatales” suponen un mayor riesgo de violaciones a los derechos humanos al involucrar una multiplicidad de proveedores y subcontratistas en regímenes y ordenamientos jurídicos distintos. La cadena de suministro, así entendida, fragmenta las etapas productivas a través del mundo, formando redes de proveedores y contratistas que favorecen luego otros instrumentos como acuerdos internacionales de inversión, libre comercio, entre otros.