10.22235/rd29.3835

Doctrina

Compraventa: La obligación legal de transferir el dominio. Una actualización olvidada

Purchase agreement: the legal obligation to transfer ownership. A due update

Compra e venda: A obrigação legal de transferir a propriedade. Uma atualização esquecida

 

Luis Larrañaga1 ORCID: 0000-0002-6851-8450

Soledad García Fariña2 ORCID: 0009-0005-3210-6525

Gonzalo Rivera Montado3 ORCID: 0009-0005-7565-7984

Agustín Texo Denes4 ORCID: 0000-0003-0368-1801

Ornella Balarini5 ORCID: 0009-0005-9551-8252

Bruno Bonilla6 ORCID: 0009-0001-0553-6387

Rodrigo Canadell Birriel7 ORCID: 0009-0002-3301-1956

Julieta de Souza Rocha8 ORCID: 0009-0004-6527-3031

Joaquín García Scavino9 ORCID: 0000-0002–6851-8450

Santiago Menéndez Domínguez10 ORCID: 0000-0001-7281-6701

Bruno Moglia Mariñas11 ORCID: 0000-0003-2635-4360

Candelaria Olaso Borrás12 ORCID: 0009-0007-0572-2474

Luis Seguí López13 ORCID: 0009-0006-2068-144X

 

1 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay, derechocivilucu@gmail.com

2 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

3 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

4 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

5 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

6 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

7 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

8 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

9 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

10 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

11 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

12 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

13 Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

 

Recibido: 29/12/2023

Aceptado: 19/05/2024

 

Resumen: En el ámbito del contrato de compraventa, y específicamente en el contenido de la obligación del vendedor, el enunciado “dar una cosa” (art. 1661 del Código Civil de Uruguay) podría implicar la obligación de entregar la posesión de un bien o la obligación de transferir el dominio, aspecto que ha sido debatido en el ámbito doctrinal. A pesar de que la jurisprudencia y doctrina tradicional limitan el contenido de la obligación del vendedor al deber de entregar la posesión del bien, una revisión conceptual y contextual vinculada con otros contratos nominados del mismo Código Civil, así como con negocios jurídicos de similar contenido que la compraventa creados por leyes especiales posteriores, sumada a la aplicación de reglas de la interpretación lógico sistemática, teleológica y evolutiva, determinan que el vendedor no solo está obligado a entregar la posesión del bien objeto de la compraventa, sino también a transmitir la propiedad.

Palabras clave: compraventa; obligaciones del vendedor; posesión; propiedad; interpretación lógico-sistemática; interpretación evolutiva.

 

Abstract: In the context of a purchase and sale contract, specifically concerning the seller's obligations, the phrase "to give a thing" (Article 1661 of the Civil Code of Uruguay) could imply either the obligation to deliver possession of a good or the obligation to transfer ownership. This has been a subject of debate in doctrinal discussions. Although traditional jurisprudence and doctrine have limited the seller's obligation to delivering possession of the good, a conceptual and contextual review—linked with other named contracts in the same Civil Code and with similar legal transactions created by later special laws, combined with the application of logical-systematic, teleological, and evolutionary interpretation rules—determines that the seller is not only obligated to deliver possession of the good being sold but also to transfer ownership.

Keywords: purchase and sale agreement; seller’s obligations; possession; ownership; systematic interpretation; evolutionary interpretation.

 

Resumo: No âmbito do contrato de compra e venda, e especificamente no conteúdo da obrigação do vendedor, a afirmação “dar una cosa” (dar algo; art. 1661 do Código Civil Uruguaio) poderia implicar a obrigação de entregar a posse de um bem ou a obrigação de transferir a propriedade, aspecto que tem sido debatido no campo doutrinário. Embora a jurisprudência e a doutrina tradicional limitem o conteúdo da obrigação do vendedor ao dever de entregar a posse do bem, uma revisão conceitual e contextual vinculada a outros contratos disciplinados no mesmo Código Civil, bem como a negócios jurídicos de conteúdo semelhante à compra e venda criados por leis especiais posteriores, somada à aplicação de regras de interpretação lógica sistemática, teleológica e evolutiva, determinam que o vendedor não só é obrigado a entregar a posse do bem objeto da venda, mas também a transferir a propriedade.

Palavras-chave: contrato de compra e venda; obrigações do vendedor; posse; propriedade; interpretação lógica sistemática; interpretação evolutiva.

 

 

Introducción

 

 

Tradicionalmente, la doctrina y jurisprudencia uruguayas han entendido que la obligación del vendedor de “dar una cosa” (artículo 1661 del Código Civil; Uruguay, 1994) refiere a la entrega de la posesión y no a la transferencia de la propiedad, en línea con lo establecido por el codificador en sus “Fuentes, notas y concordancias”.

Este criterio determina ciertas incoherencias entre la obligación del vendedor (quien solo se obliga a entregar la posesión), la finalidad de la compraventa (que consiste en la transferencia de la propiedad) y también la obligación recíproca del comprador, quien se obliga a transferir la propiedad del precio y, a cambio, recibe un mero acto posesorio de parte del vendedor.

La afirmación del codificador resulta llamativa a nuestra mirada, en el entendido de que el art. 1686 del Código Civil (CC) obliga al vendedor a “la entrega o tradición”, a diferencia de lo que indica previamente en sus “Fuentes”. La doctrina es conteste en que el interés fundamental que tiene el comprador consiste en adquirir la propiedad del bien. La opinión de Narvaja (1910) parece ser un enfoque parcial del derecho romano, que se traduce en contradicciones legales introducidas por el codificador, como surge de varias disposiciones donde utiliza indistintamente los términos “entrega” y “tradición” (entre otros, los arts. 758, 761 inc. 2, 762, 763, 764, 1333, 1334, 1337, 1680 y 1686). Y, como si fuera poco, dispuso expresamente que en la permuta (negocio del cual surge la compraventa) la obligación de las partes consiste la obligación de transferir la propiedad (art. 1776). Lo mismo hizo el legislador posterior en otros negocios jurídicos, tales como, la promesa de enajenación de inmuebles a plazos, la enajenación de establecimientos comercial, el fideicomiso, el leasing, entre otros, donde se establece la obligación legal no solo de entregar la posesión sino también de transferir la propiedad. Todo esto a contrapelo de la regulación de la compraventa.

A través de la presente investigación, avalada por una interpretación lógico-sistemática y teleológica, sumada a una interpretación evolutiva, hemos concluido que el vendedor está obligado legalmente a transferir el dominio, por cuanto se desprende de los antecedentes romanos, de la doctrina contemporánea y de la legislación posterior que la obligación del vendedor no queda limitada a la entrega de la posesión del bien al comprador, sino que también contiene la transmisión de la propiedad.

 

 

El examen del Código Civil y sus antecedentes respecto al alcance de la obligación del vendedor. Análisis de la doctrina y jurisprudencia

 

 

El contenido de la obligación del vendedor y la finalidad de la compraventa

 

 

El art. 1661 del Código Civil dispone: “el vendedor se obliga a dar una cosa”. Por su parte, el art. 1686 prescribe que “las obligaciones del vendedor se reducen en general a dos, la entrega o tradición y el saneamiento de la cosa vendida (arts. 758 y 769)”.

La doctrina uruguaya ha analizado el alcance de esa obligación de “dar una cosa”, especialmente, si esto implica transferir el dominio o simplemente entregar la posesión de lo vendido.

Según Gamarra (1982a, p. 17), el art. 1661 no resuelve la cuestión, ya que emplea la palabra “dar” que, en el derecho romano, denotaba transferencia de la propiedad, vocablo que es empleado por el CC uruguayo en otros lugares como equivalente a tradición (entrega o tradición, arts. 758 y 1686).

En cuanto al art. 1686, subraya Gamarra (1982a, pp. 17-18) que, al hablar de “entrega o tradición”, y al remitirse a los arts. 758 y 1686, podría ser invocado justamente para sostener la tesis contraria a la de Amézaga, quien afirmara que la ley no obliga al vendedor a transferir la propiedad.

Pese a lo señalado, la doctrina uruguaya ha considerado, sobre la base de una serie de argumentos que serán puntualmente analizados, que el vendedor solo queda obligado, de regla, a entregar la posesión de la cosa vendida, es decir, que no se obliga a transferir el dominio (Amézaga, 1937, p. 1; Gamarra, 1982a, pp. 18-21 y 26; Ordoqui, 2020a, pp. 379-380; Peirano, 1996, pp. 167 y 174; Sánchez Fontáns, 1954, pp. 894-895).

Existe una falta de coherencia entre el contenido de la obligación del vendedor, según la doctrina tradicional (dar como entrega de la posesión), y la finalidad de la compraventa: la transferencia de la propiedad. Así lo manifiesta Sánchez Fontáns (1954, p. 894):

En el derecho romano como en el nuestro, la finalidad de la venta es ciertamente la transferencia de la propiedad, pero no integra el contenido de la obligación del vendedor, que consiste simplemente en entregar la cosa y sanear la posesión.

Este criterio es compartido por Gamarra (1982a, pp. 21 y 26), para quien el vendedor “no está legalmente obligado a transferir la propiedad”, sino que cumple entregando la cosa. Es por esta razón que sostiene que “existe una discordancia” entre el contenido de la obligación del vendedor (quien debe entregar la posesión de la cosa) y la finalidad de la compraventa (que es la transferencia del dominio de la cosa). A juicio de Gamarra (1982a): “No existe concordancia o armonía entre la finalidad del contrato y sus efectos” (en el mismo sentido: Peirano, 1996, p. 166; Ordoqui, 2020a, pp. 379-389).

Esta divergencia es evidente: el comprador busca adquirir el dominio (aunque la doctrina tradicional se lo impide), por la misma razón que se obliga a transferir la propiedad del dinero que paga a cambio. En consecuencia, considerar que el vendedor transfiere la posesión de la cosa mientras que el comprador transfiere la propiedad del dinero no solo crea una discordancia entre el contenido de la obligación del vendedor y la finalidad de la compraventa, sino también una desigualdad legal entre ambas partes.

 

 

La explicación de la discordancia legal

 

 

A juicio de Peirano (1996, pp. 166-167), la contradicción indicada surge de los antecedentes del derecho romano, por cuanto, si bien los ciudadanos romanos eran “capaces de ser propietarios”, ello no ocurría con los extranjeros (“peregrinos”), quienes solo podían adquirir la posesión y quedar garantizados de la posesión pacífica de la cosa. De allí proviene —según el autor— que la obligación del vendedor sea la de entregar la posesión de la cosa y no la de transferir la propiedad (en igual sentido: Huvelin, 1969, p. 237; Rodríguez Russo, 1997, p. 571; Ordoqui, 2020a, pp. 379-380; Tomé, 2014, p. 211).

En esta línea se pronuncia Sánchez Fontáns (1954, p. 895), para quien el contenido de la obligación del vendedor, que es “simplemente la entrega de la cosa y el saneamiento de la posesión, obedece a una razón histórica”, donde existió “el propósito de tutelar a los peregrinos, que no estaban legitimados para adquirir la propiedad quiritaria, pero gozaban de la protección posesoria” (véase Brum, 1994, p. 175). Aguirre Cardona (2014, p. 5) da cuenta de lo siguiente:

El jurisconsulto romano Paulo (siglo II d.C.) se refiere así al origen de la compraventa: “El origen de la compraventa está en las permutas, porque antiguamente no existía el dinero (…) cada uno permutaba las cosas inútiles por otras útiles según las necesidades”. Esta compraventa primitiva, que no es otra cosa que un trueque, se convertiría en una verdadera compraventa a raíz de la aparición del dinero.

Los autores mencionados en los párrafos anteriores citan en apoyo de este criterio las disposiciones del Digesto (18.1-19.1 2), de las Institutas (Gayo, Inst., 3.141 3) y la doctrina especializada (García Garrido, 1988; D’Ors, 1997, citados por Sánchez Fontáns, 1954, p. 895 y Aguirre Cardona, 2014, p. 5). Similares referencias al derecho romano pueden encontrarse en Rezzónico (1950, p. 9) y Howard (2010, pp. 242-243).

Tales circunstancias históricas no debieron ser trasladables a nuestro derecho. En primer lugar, porque no nos encontramos bajo las mismas condiciones que generaron la adopción de la entrega de la posesión (y no del dominio) a los extranjeros (peregrinos). En segundo término, porque el negocio no deja de ser obligacional cuando el vendedor asume la obligación de transferir la propiedad. Con un agregado que nos suministra Bonfante (1929, p. 31): en el derecho romano la transmisión de la posesión era un “dogma más bien formal que sustancial”, pues lo esencial era la transferencia del dominio, por lo que este aspecto debió haber sido considerado por el codificador, quien no lo tuvo en cuenta o no lo examinó en la forma debida.

Asimismo, si en el contrato de permuta, tanto en el derecho romano como en el uruguayo (art. 1772 CC), ambos contratantes se obligan a transferir el dominio, no existe ninguna razón jurídica para amputar tal obligación en la compraventa, siendo además que la permuta fue el origen y base normativa de la compraventa.

 

 

La concepción de Narvaja y los diferentes períodos del derecho romano

 

 

Narvaja (1910, p. 233) sostiene, al referirse al actual art. 1661 CC (ex art. 1622), que esta disposición “consagra la naturaleza de la venta según el derecho romano y el español”.

No obstante, la situación de la compraventa no fue igual en los distintos períodos del derecho romano, atento a que sufrió variantes en el período “arcaico”, donde la compraventa de ciertos bienes (inmuebles y ganado) era un contrato real (que se transfería con la mancipatio) y al contado (Huvelin, 1969, p. 235). Esto se mantuvo en el período clásico y fue abolido por Justiniano en la época posclásica, la del Corpus iuris civilis, donde el negocio pasó a ser obligacional (título) y la tradición como modo de transmisión de la propiedad sustituyó a la mancipatio y a la in iure cesio como formas de transmisión del dominio (Hidalgo Ruiz, 2019, pp. 9-10; véase también Aguirre Cardona, 2014, pp. 7 y 9; Fernández, 1981, p. 12)

Además, según examinaremos, la tradición operaba por medio de la entrega efectiva del bien, por lo que no estaba clara la distinción entre entrega y tradición (Howard, 2010, p. 240).[1] Por lo tanto, cuando Narvaja (1910) invoca al derecho romano, no resulta posible saber con certeza a qué período se refiere. Ciertamente, no pretende aludir a la época primitiva, sino a la clásica o más especialmente a la posclásica, donde prevalece el título y el modo.[2]

De esta forma, en esa época la tradición se confundía con la entrega material y efectiva de la cosa. En consecuencia, cuando se afirma que en el derecho romano el vendedor se obligaba a entregar la posesión, en verdad podía llegar a entenderse e incluso comprender la obligación de hacer tradición, pues como indica Fernández (1981, p. 33):

En sí misma, la tradición es un simple hecho, una entrega material: es la cesión de la posesión hecha por una persona a la cual se le da el nombre de ‘tradens’ a otra persona a la que se le da el nombre de ‘accipiens’.

 

 

En el período posclásico la tradición consistía en la entrega material y efectiva

 

 

En los tiempos en que comenzó a prevalecer la tradición, las obligaciones del vendedor eran cuatro, según dice la doctrina especializada: “Guardar la cosa, entregarla, responder por evicción y por vicios ocultos. La obligación más importante que tenía el vendedor en un contrato de compraventa es la de entregar la cosa vendida” (Aguirre Cardona, 2014, pp. 8 y 19). Dicha entrega debía ser efectiva (material) para que se produjera la transmisión de la propiedad. Según señala Fernández (1981, p. 12): “La posesión de hecho es la que da el derecho de propiedad”; por dicha razón, cuando se efectuaba la entrega material al comprador, este tomaba la posesión de hecho sobre la cosa. En suma, puede observarse que se utilizaban indistintamente los conceptos de entrega y tradición (Berdaguer, 2000, p. 280; véase también Yglesias, 1996, p. 522).

Cierto es que Justiniano adoptó, además de la entrega material o efectiva, la tradición simbólica, lo que fue trasladado a los ordenamientos posteriores, como el uruguayo. Así lo destaca Howard (2010, p. 217), al señalar que “en los arts. 763 y siguientes se disciplinan diversas formas de tradición ficta en las cuales la dación de la posesión de la cosa se encuentra en mayor o menor medida espiritualizada”.

No obstante, también la entrega de la posesión puede ser material o ficta, como lo advierte el inciso segundo del art. 647 del CC. De consiguiente, tanto la entrega de la posesión como la tradición del dominio pueden realizarse en forma real o ficta. Empero, la diferencia entre ambas figuras, en puridad, no incide jurídicamente en el contenido de la obligación del vendedor, quien perfectamente puede obligarse a entregar la posesión y también obligarse a transferir el dominio en forma real o ficta, como ocurre en el subtipo de compraventa denominado promesa de enajenación de inmuebles a plazos (Ley n.º 8.733; Uruguay, 1931), donde el promitente enajenante se obliga no solo a entregar la posesión, sino también a transferir la propiedad, según será destacado más adelante.

Esta investigación no está centrada en la diferencia entre la entrega y la tradición, la que se encuentra claramente diferenciada en el art. 758 del CC y en la que ha abundado la doctrina (Howard, 2010, pp. 219-220; Brum, 1994, p. 183; Cestau, 1939, p. 160), sino en el contenido de la obligación del vendedor. En tal sentido, consideramos que ni en los tiempos del codificador ni menos hoy en día existe un fundamento jurídico que justifique entender que el vendedor no se obliga legalmente a transferir la propiedad.

 

 

Narvaja y la obligación de transferir la posesión. Críticas

 

 

Cuando Narvaja (1910) sostuvo que se inspiró en el derecho romano para concebir que el vendedor solo está obligado a entregar la posesión de un bien, la referencia debe contener ciertas precisiones:

a. De los tres períodos del derecho romano, solo podría referirse al posclásico (correspondiente al Corpus iuris civilis), ya que en los períodos anteriores la compraventa de ciertos bienes era un contrato real y se adquiría por el rito solemne de la mancipatio o por medio de la in iure cesio (Fernández, 1981, p. 27).

b. En dicho período, la compraventa pasó a ser un negocio obligacional, donde el vendedor se obligaba a entregar la posesión (vacuam posessionem rei tradere), lo que solo es explicable —como se vio— para posibilitar la venta a los extranjeros (peregrinos). La doctrina romanista utiliza como fuente de esta obligación de entregar la posesión y no de transferir el dominio la opinión de Juliano, recogida por Africano en el Digesto, XIX, 1, fr. 30, No. 1: “venditor hactenus, tenetur rem emptori habere liceat, non etiam ut ejus faciat” (Huvelin, 1969, p. 237).

c. La obligación de entregar el bien por parte del vendedor podía confundirse con la obligación de transferir la propiedad, dado que la tradición consistía en la entrega material y efectiva de la cosa, considerándose, además, que estamos en el ámbito del negocio obligacional y no del dispositivo.

d. Otros proyectos de codificación, como los de Eduardo Acevedo (art. 1652) y Vélez Sarsfield (art. 1323), también fundados en el derecho romano y en las Partidas, abogaron expresamente por la obligación de transferir la propiedad (Acevedo, 1852, p. 334), todo lo cual hace dudar de que las Partidas (que se inspiraron en el derecho romano) hubieran excluido la obligación de transferir el dominio, como sugiere Huvelin (1969; quien invoca para ello la opinión de Juliano) y a quien supuestamente sigue la doctrina nacional.

e. Dichos antecedentes quedaron reflejados en el art. 513 del Código de Comercio patrio —que precedió al Código Civil—, disposición legal que establece que “la venta comercial es un contrato, por el cual una persona, sea o no propietaria o poseedora de la cosa objeto de la convención se obliga a entregarla, o a hacerla adquirir en propiedad a otra persona”. De esta manera, dicho cuerpo normativo aboga por la obligación de entregar la posesión o de transferir la propiedad. El proyecto del citado código fue confiado, justamente, a Eduardo Acevedo, quien compartía con Vélez Sarsfield la postura de que el vendedor debía obligarse a la tradición del bien al comprador. Por lo tanto, la concepción de Narvaja no resulta coherente, incluso, con la legislación que lo precedió, ni tampoco con la doctrina que le era contemporánea.

f. Tampoco es clara la situación en el derecho español, que habría tomado pie en el derecho romano, en el que, con un texto similar al nuestro, parte de la doctrina sostiene que el vendedor está obligado a transmitir la propiedad. Así lo manifiestan prestigiosos autores como Díez Picazo (2010, p. 91) y Lacruz Berdejo (citado por Aguirre Cardona, 2014, p. 35). Y ello concuerda con los antecedentes del Código español, según ilustra Escriche (1861, p. 1531), quien indica que si bien las leyes de Partidas recogieron el derecho romano, el interés primordial del comprador era la adquisición del dominio. En resumen, para la doctrina antigua, el contenido de la obligación del vendedor debía tener la obligación de transferirlo. La jurisprudencia española, según señala Puig Brutau (1950, p. 31), “ha resuelto apodícticamente el problema, a través de una interpretación amplificadora de la obligación de entrega, en el sentido que el vendedor está sujeto a transmitir la propiedad al comprador”.

g. La doctrina es conteste en que el interés fundamental que tiene el comprador consiste en adquirir la propiedad del bien. La opinión de Narvaja resulta ser un enfoque parcial del derecho romano, que se vislumbra en contradicciones legales introducidas por el codificador, como surge de varias disposiciones donde utiliza indistintamente los términos “entrega” y “tradición” (entre otros: arts. 758, 761 inc. 2, 762, 763, 764, 1333, 1334, 1680 y 1686 CC).

h. El codificador sostuvo en sus “Fuentes, notas y concordancias” que el contenido de la obligación del vendedor consiste solo en entregar la posesión al comprador; sin embargo, en múltiples disposiciones utilizó indistintamente los conceptos de entrega y tradición y, además, mantuvo la obligación de transferir el dominio en la permuta y no así en la compraventa, siendo que el “trueque” fue el negocio originario y fundador de la venta.

i. Consideramos que si Narvaja hubiera sido coherente con sus “Fuentes, notas y concordancias”, cuando definió a la compraventa en el art. 1661 Código Civil y sostuvo que el vendedor “se obliga a dar una cosa”, debió haber indicado con claridad que dicho contratante se obliga a entregar o transferir la posesión de una cosa.[3] No obstante, tuvo dudas, al punto que, en el art. 1686, codificó que el vendedor se obliga a “la entrega o tradición”, generando la confusión de cuál es, en verdad, el contenido de la obligación del vendedor.

j. Más claro fue en la permuta, donde prescribió a cargo de cada permutante la obligación de transferir el dominio (art. 1772). Y lo mismo hizo en el mutuo (art. 2198).

De todo lo señalado, surge que la afirmación de Narvaja en cuanto a que el vendedor solo se obliga a entregar la posesión de un bien no solo careció de la debida fundamentación, sino que además fue imprecisa, dubitativa e, incluso, contradictoria. Ello, al punto de enarbolar directamente el término “tradición” cuando refiere a la obligación del vendedor (art. 1686) e indirectamente cuando invoca la obligación de dar en el art. 1661, si tomamos en cuenta que el art. 1334 hace también referencia a la tradición y el art. 1337 utiliza las mismas palabras del art. 769 en sede de tradición.

A nuestro juicio, Narvaja debió haber dicho, con todas las letras, que el vendedor se obliga a entregar la posesión y también se obliga a transferir el dominio. Pero lo cierto es que no lo dijo, a diferencia de lo que ocurrió con el legislador de 1931 en la promesa de enajenación de inmuebles a plazos, que implementó la obligación de transferir la propiedad con toda claridad, al igual que aconteció en todas las leyes posteriores que hacen alusión a situaciones similares (fideicomiso, leasing, enajenación de establecimiento comercial, etc.).

Pese a ello, por los argumentos que desarrollaremos en este trabajo, consideramos que de todos modos es posible interpretar que el vendedor, en el contrato de compraventa, se obliga a transferir el dominio y no meramente a entregar la posesión.

 

 

La posible confusión de Narvaja con la venta de cosa ajena

 

 

Seguidamente a la afirmación que sienta Narvaja en cuanto a que el vendedor se obliga a entregar la posesión y no a transferir la propiedad, agrega: “Es una aplicación de este principio el artículo 1630 (actual art. 1661) que declara válida la venta de cosa ajena, como también lo declaraba el derecho anterior” (1910, p. 234).

Con esta aseveración el codificador incurre en un nuevo error, puesto que, aunque el vendedor esté obligado a transferir el dominio, puede igualmente vender cosa ajena, en tanto la compraventa es válida y eficaz porque produce las obligaciones de entregar la cosa y pagar el precio. Si quien se obliga a transferir el dominio no es el dominus, solo podrá transmitir la posesión y, entonces, incurrirá en incumplimiento obligacional, ya que se comprometió a transferir un dominio del que no era verdadero titular.

Parece resultar que el pensamiento de Narvaja fue el siguiente: como el vendedor puede vender cosa ajena y esta compraventa es válida y genera obligaciones, en consecuencia, no se puede obligar a transferir el dominio, porque para que ello ocurra debe ser necesariamente propietario. Así lo manifiesta (Narvaja, 1910, p. 234):

En efecto, no siendo otra la obligación del vendedor que la de procurar al comprador la libre posesión y goce de la cosa, no necesita ser propietario y con tal que el comprador no sea perturbado en la posesión, nada tiene que reclamar dicho comprador.

Entonces, para Narvaja no resulta admisible que el vendedor asuma la obligación de transferir la propiedad porque para ello, según su criterio, se requiere que sea titular del dominio (así lo codificó en los arts. 758, 769 num. 1 y 775 inc. 2); y, como puede no serlo, suprimió dicha obligación y solo admitió (erróneamente) que el vendedor transfiera la libre posesión y goce de la cosa, porque ello concuerda con el art. 1669 que admite la venta de cosa ajena (“la venta de cosa ajena vale, sin perjuicio de los derechos del dueño”).

A nuestro juicio, el razonamiento de Narvaja confunde el poder de disposición del propietario respecto al dominio con la obligación del vendedor, soslayando que quien no es dominus también puede obligarse a transferir la propiedad. En efecto, el no dueño puede posteriormente adquirir el dominio y transmitirlo al comprador por legitimación superviniente (art. 1681 CC) o, eventualmente, puede incurrir en incumplimiento de la obligación de transferir el dominio (art. 1342 CC).

 

 

La confusión con el régimen del derecho francés

 

 

Aquí no culmina el error de Narvaja, ya que, en su línea de razonamiento, pretende que no se confunda la obligación de transferir la propiedad con el régimen del Código francés, por el cual la propiedad se transfiere “por el solo efecto de la convención”.[4] Señala el codificador: “De aquí, que por el derecho francés la venta de cosa ajena sea nula, radicalmente nula” (1910, p. 234). Por lo tanto, como indica Howard, en el derecho francés “el vendedor no asume la obligación de transmitir el dominio de la cosa enajenada, puesto que tal efecto se logra de manera automática con la conclusión del contrato de compraventa” (2010, p. 251).

Sin embargo, nada tiene que ver la obligación de transferir el dominio con la transferencia de la propiedad “por el solo consentimiento de las partes contratantes”, como sucede en el Código francés (arts. 711 y 1138). En el sistema uruguayo, la compraventa es un negocio obligacional, mientras que en el francés es un negocio con efecto real.

Asimismo, el codificador, al suprimir al vendedor aquella obligación, trató de confirmar que la venta de cosa ajena es válida, en contraposición al régimen francés que declara su nulidad.

De cuanto venimos de señalar, se observa que el intento de supresión por parte de Narvaja de la obligación legal de transferir el dominio, omitiendo su gravitante importancia en el principal contrato nominado del Código Civil, tuvo como fundamentos múltiples errores (además de dubitaciones y contradicciones), al haber considerado que solo el propietario puede obligarse a transferir el dominio, pretendiendo independizar dicha obligación de la validez de la venta de cosa ajena.

 

 

La cláusula de título perfecto

 

 

Frente a las diferencias y dubitaciones anotadas, sumado a los errores padecidos por el codificador, la doctrina ha intentado paliar su grave omisión a través de una solución de componenda, incorporando la llamada “cláusula de título perfecto”.

De esta manera, la solución no proviene de la ley (al menos para nuestra doctrina tradicional, que no admite la obligación legal de transferir el dominio), pero, si las partes así lo pactan, el contenido de la obligación del vendedor se completa. Esto es, dicho contratante no solo quedará obligado a entregar la posesión, sino también a transmitir el dominio.

Amézaga (1937, p. 2) sostuvo que por “título perfecto” debe entenderse aquel que emana del verdadero propietario, en lo que coincide Gamarra (1982b, p. 36), quien subraya que se trata en puridad de un tema vinculado con la legitimación para disponer. Señala Amézaga (1937, p. 2):

(Cuando) se estipula que los títulos del vendedor deben ser perfectos se entiende que el vendedor debe estar capacitado no solo para procurar al comprador la libre posesión y goce de la cosa, sino para transferir el derecho de propiedad sobre la misma.

Y el (...) título perfecto es el título ajustado a la ley, capaz de transferir el dominio que emana del legítimo y verdadero propietario.

Por consiguiente, el “título perfecto” es el que emana del verdadero propietario, quien tiene el poder de disposición sobre el bien que se obliga a transferir. Ergo, cuando las partes pactan el título perfecto, ello implica que el vendedor se obliga a transmitir el dominio al comprador (Gamarra, 1982b, p. 35; Ordoqui, 2020a, p. 1041; Peirano, 1996, p. 174; Sánchez Fontáns, 1954, p. 892).

Siguiendo la interpretación de Amézaga —la cual no compartimos—, cuando el vendedor se obliga a transferir el dominio debe estar legitimado para ello. Así también lo sostuvo alguna jurisprudencia, según recuerda Ordoqui (2020a, p. 1041), y fue —según vimos— el pensamiento de Narvaja. No obstante, no parece admisible su aceptación, atento a que quien no es propietario también puede asumir la obligación de transferir el dominio y ello no excluye que la compraventa continúe siendo un negocio obligacional válido y eficaz, pese a que quien venda no sea el verdadero dominus del bien.

La tesis de Narvaja, a quien sigue Amézaga, no resulta en modo alguno compartible, porque solo admite que se pacte la cláusula de título perfecto por quien es propietario. Este aspecto presenta un segundo error, puesto que, como ciertamente enseña Gamarra (1982a, p. 20), al estar prohibido el pacto de reserva de dominio, el vendedor que es propietario sí o sí transfiere la propiedad, aunque pretenda retenerla (art. 1732).

En la misma línea de pensamiento, entendemos que, aunque no se pacte la citada cláusula, el propietario igualmente estará obligado a cumplir con la obligación que pretende vedarle Narvaja, ya que legalmente no puede transmitir la posesión y retener el dominio.

Según la doctrina tradicional, la cláusula de título perfecto intenta colmar el vacío legal del art. 1661 del CC; pero, a nuestro juicio, ello no resulta necesario, pues del mismo Código surge que la obligación de dar que asume el vendedor debe comprender, también, la obligación de transmitir la propiedad, a pesar de las confusiones en que incurrió Narvaja al tratar de imponer lo contrario.[5]

Además, como examinaremos de seguido, la evolución legislativa confirmó dicho aserto y la aplicación de una interpretación evolutiva en el tema que nos ocupa cumple debidamente con completar la obligación del vendedor, incorporándole, además de la entrega de la posesión, la obligación legal de transmitir la propiedad.

 

 

La postura de la jurisprudencia uruguaya

 

 

Para cerrar este apartado, estimamos relevante mencionar algunas sentencias recientes que, directa o indirectamente, se han pronunciado sobre el tema a estudio.

En la posición tradicional respecto al contenido de la obligación del vendedor, encontramos, por ejemplo, una sentencia del Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 4° Turno del año 2015 en la que se señala:

En nuestro derecho el vendedor solo está obligado a entregar la cosa (y responde por evicción y vicios ocultos) salvo que se hubiera obligado a transferir el dominio (Gamarra, ob. cit, T. III, Vol 1, págs. 168 y ss.). En este caso, conforme a los términos de la oferta, que surgen del volante de remate (...) no hay previsión especial, por lo que las obligaciones del vendedor serían las de entregar la cosa y sanear (sentencia n.° 47/2015, Turell (red.), Maggi, Gatti).

Asimismo, el Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 5° Turno, en un caso relativo a un contrato de “reserva de compraventa”, en el que “no se pactó transferir la propiedad, ni de la cosechadora ni del inmueble”, compartió la posición de Ordoqui (2020a, pp. 1040-1042), respecto a que:

En nuestro derecho el vendedor, no está, en principio, obligado a transferir al comprador la propiedad de la cosa vendida, sino que cumple asegurándole la posesión pacífica de la cosa. Pero las partes, si quieren pueden introducir en el contrato la obligación de la transferencia de la propiedad. En este caso, a la obligación de asegurar la posesión pacífica de la cosa se agrega la de transferir el dominio (artículos 1661, 1669 y 1686 del CC) (sentencia n.° 242/2022, Schroeder (red.), Pera, García Obregón).

Más atrás en el tiempo, una sentencia del Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 1° Turno del año 2008, se señalaba:

En la demanda, el fundamento de la pretensión (...) radica en el incumplimiento de un contrato de compraventa en el cual (los demandados) se habrían obligado a transferir el dominio de la obra y, como no eran propietarios ni actuaban por el verdadero propietario, la tradición efectuada fue ineficaz a tal efecto. Siguiendo las enseñanzas del Prof. Gamarra, el vendedor solo se obliga a transferir la propiedad de la cosa vendida si así se pacta expresamente (Gamarra, Tratado, tomo III vol.1 p.168/9); de lo contrario, cumple con hacer entrega de ella al comprador y responde por evicción, supuesto que no se ha configurado en este caso. La obligación de transferir la propiedad requiere pacto expreso y como aquí el contrato fue verbal, de haber mediado controversia debería haber probado el actor la existencia de ese pacto (sentencia n.° 84/2008, Castro (red.), Salvo, Vázquez).

Sin embargo, en un pronunciamiento dictado algunos años antes, este mismo Tribunal, al analizar el contenido de la obligación del vendedor en una compraventa de un automotor, había entendido que aquel estaba implícitamente obligado a transferir el dominio. En tal sentido, sostuvo la Sala de 1° Turno:

La obligación principal de la automotora de entrega implica, por tratarse de un vehículo automotor, no solo la tradición del vehículo sino también el otorgamiento de la documentación necesaria para registrar la transmisión dominial así como la entrega de los antecedentes necesarios para esa inscripción. (...) De modo que para cumplir no basta con entregar materialmente el vehículo, transfiriéndolo por cesión, sino que, de acuerdo con lo dispuesto por el art. 1291 CC la ejecución de buena fe implica, como consecuencia del contrato, la obligación de documentar la transferencia del dominio para posibilitar su registro por ser conforme a la naturaleza del contrato, al uso y a la ley (sentencia N° 53/2004, Castro (red.), Salvo, Vázquez Cruz).

De esta manera, el referido Tribunal vincula la entrega con la tradición, como un acto necesario en la compraventa. A juicio de la Sala, la obligación de transferir el dominio surge de la obligación de actuar de buena fe en el cumplimiento del contrato de compraventa.

En resumen, parecen primar los pronunciamientos que se mantienen en la interpretación tradicional, sin perjuicio de constatarse algún fallo aislado que, al menos en materia de venta de automotores, considera que la obligación de transferir el dominio surgiría aun a falta de texto expreso.

 

 

Disposiciones legales en las que el legislador ha consagrado la obligación de transferir el dominio

 

 

La solución a través de la interpretación literal y el método lógico-sistemático

 

 

El texto y la significación jurídica

a) La interpretación como actividad previa para buscar “el sentido de la ley”

Según venimos de examinar, los errores, dudas y confusiones del codificador nos obligan a realizar una interpretación objetiva y lógica de las disposiciones concernientes a la compraventa, tomando en cuenta las reglas que imparten los arts. 17 a 20 del Código Civil (título preliminar “De las leyes”), porque lo que se interpreta es “la inteligencia de la voluntad de la ley” (no del legislador) “asumida como entidad objetiva” y que “es capaz de adaptarse a casos que el llamado legislador no previó en el momento en que dictaba la norma” (Messineo, 1971, p. 96).

Así, conforme lo indica el art. 17 CC y según lo sostiene cierta doctrina, hay que estar al tenor literal de los términos de la ley, dado que la citada disposición establece que “cuando el sentido de la ley es claro no se desatenderá su tenor literal”, teoría declarativa vinculada con la voluntad del legislador histórico, según indica Tarello (2018, p. 70), y a la escuela de la exégesis. Corresponde estar directamente a lo que manifiestan las palabras de un texto legal como si las mismas tuvieran un sentido propio (concepción sintáctica de la norma, pero no semántica), un sentido preexistente, que se refleja en el aforismo in claris non fit interpretatio. Solo a partir de las palabras se debe llegar a captar el verdadero sentido y, como consecuencia, el juez debe aplicar la ley sin interpretación alguna, tal como lo sostuviera el codificador chileno Andrés Bello (Rosende Álvarez, 2008).

Un paso en este sentido lo da Montesquieu, quien sostuviera que “los jueces son la boca que pronuncia la palabra de la ley, seres inanimados que no pueden debilitar ni la vigencia ni el rigor de ella”, demostrando en sus postulados la creencia en la letra de la ley “en cuanto obra del legislador, es la expresión suprema y definitiva de un derecho natural absoluto e invariable” (Aftalión et al., 2004, p. 70).

Sin embargo, este criterio para otro sector de la doctrina no resulta correcto porque, previamente, y antes de proceder a la aplicación del tenor literal, debe interpretarse el “sentido de la ley” (su significación), como lo indica preceptivamente la citada disposición y, una vez obtenida la explicación (concepción semántica) por vía de la interpretación, recién luego determinar si la misma es clara (fácil, obvia, sencilla) u oscura (difícil, controvertida).

No es posible determinar si “el sentido de la ley” es claro u oscuro sin antes conocer dicho significado, por lo que, necesariamente, se exige siempre una actividad interpretativa, como lo han sostenido Ducci (1977), Guastini (1999), Moreno (1969) y Tarello (2018), entre otros.[6] Este criterio resulta confirmado por los juristas Aftalión, Vilanova y Raffo (2004, p. 750), quienes sostienen:

Constituye un error creer que una interpretación jurídica puede ser pura y exclusivamente gramatical (...) Si el jurista se detiene en las palabras es un filólogo pero no un jurista porque las palabras de la ley son signos que deben ser objeto de interpretación es decir desentrañar el significado o sentido de los mismos, para que de allí surja la norma.

Además, lo que cuenta no es el significado de una o pocas palabras, sino el de la entera proposición que la contiene (Bigliazzi Geri et al., 1987, p. 61), su conexión con otras palabras del ordenamiento (Trabucchi, 1967, p. 47).

b) Una vez que el “sentido de la ley” es claro recién procede el método literal

Una vez interpretada la formulación normativa, determinando que esta es clara, recién a partir de allí se puede aplicar el método literal o declarativo. ¿Cuándo el texto es claro? Guastini señala que “claridad y oscuridad, bien visto, no son cualidades intrínsecas de un texto (...) son ellas mismas fruto de la interpretación” (1999, p. 7).

De manera que, recién luego de interpretar un enunciado, podemos saber si el texto que pretendemos aplicar es fácil o difícil. Se observa como una incorrección cuando se afirma que un texto claro no requiere interpretación porque, conforme al art. 17 inc. 1 del CC, primero corresponde buscar el “sentido de la ley”, su significación jurídica, y recién luego de interpretado podrá saberse si resulta fácil o difícil su aplicación y, en tercer lugar, de ser un texto claro o fácil, decidirse por el método literal. Esta es la guía que da lógicamente el art. 17 inc. 1. El error de parte de la doctrina de la exégesis consiste en alterar el orden lógico dispuesto por el art. 17 pretendiendo aplicar la letra de la ley sin antes interpretar su sentido y definir acerca de su “claridad”.[7]

La diferencia está en que si la formulación normativa es clara (fácil) “no requiere justificación” para ser aplicada, mientras que si es oscura (difícil) exige “ser argumentada, sostenida con razones” (Guastini, 1999, p. 5). Además, aquí no terminan los problemas, porque en torno a la claridad u oscuridad del texto puede existir controversia y resultar claro para algunos y oscuro para otros, por lo que puede observarse que el mismo concepto de “claridad” es en sí mismo objeto de controversia y, por consiguiente, también debe ser objeto de interpretación, como lo enseña Guastini en varias de sus obras (2017, pp. 34-35; 2018, pp. 64-65)[8].

c) Sobre si el art. 1661 CC se trata de un texto claro

En el supuesto que un texto jurídico sea claro: ¿cómo debe ser entendido tal tenor literal? De ello se encarga el art. 18 del CC: se debe entender en el sentido natural y obvio, según el uso general. Además, tampoco se trata del uso general de las palabras porque, según el art. 18, “cuando el legislador las haya definido expresamente para ciertas materias, se les dará a estas su significado legal”, y en el art. 1333 inc. 1 trató de definir el concepto de obligación de dar.

Pero no necesariamente las disposiciones tienen términos tan naturales ni tan obvios como aparenta indicar la norma, porque como explica García Maynez (1974, p. 329), la interpretación no siempre ha de ser “puramente gramatical pues la significación de las palabras que el legislador utiliza posee una significación propiamente jurídica no creada por él y que se halla en conexión con otras muchas del mismo sistema de derecho”.

Eso se encuentra demostrado con la “obligación de dar” que asume el vendedor (art. 1661), expresión que conforme con la doctrina prevalente (Gamarra, 1982a, pp. 16 y ss.) presenta múltiples significados, tales como: entregar la mera tenencia (art. 1796 num. 1 y 2216), entregar la posesión (art.  647 inc. 2) y transferir el dominio (art. 1769 y 15 ley n.º 8.733). Se trata de encontrar el sentido lógico de la ley, manifestado en el art. 18 del Código Civil, cuando señala que si el legislador ha definido expresamente tales palabras, deberá estarse al significado legal.

Ahora bien, tanto lo concerniente a la “obligación de dar” que el art. 1661 puso a cargo del vendedor, así como a la definición de “dar” brindada por el legislador en el art. 1333, deberán leerse no como se lo hizo al momento de su sanción (en el año 1868), sino bajo la óptica de la época actual en la que se encuentra el intérprete que esté llevando a cabo la labor hermenéutica y en conexión lógica con el sistema de todo el derecho privado.

Conexión con el método funcional, teleológico y sistemático

No debe perderse de vista que, en toda empresa interpretativa, será necesario tomar en cuenta las reglas que sirven de contexto para la disposición que concretamente se está interpretando.

Para ello, no solamente habrá de estarse a las normas que integran el propio cuerpo normativo (en el caso, el Código Civil), sino también a otras leyes que se hubieren dictado con anterioridad o posterioridad y que forman parte del ordenamiento jurídico vigente, en cumplimiento a lo reglado para toda obra interpretativa, pues conforme al art. 20 del CC se sienta el principio de interpretación lógico-sistemática o regla de contexto. Para ello, se deberá tomar en consideración al resto de la normativa en la que se inscribe la disposición objeto de análisis.

La interpretación presenta parte de su utilidad cuando resuelve “los problemas prácticos que se presentan” y, para ello, corresponde realizar una “valoración comparativa de los intereses en juego” con la finalidad de ordenar y disciplinar la legislación, tal como nos advierte Betti (1975, 104). Asimismo, como enseñan Tovagliare, Van Rompaey y Barbieri (2016, p. 42): “el criterio de plenitud está relacionado con el de conservación y en definitiva con el sistemático, y expresa la necesidad de que la interpretación se haga desde la conservación del ordenamiento como sistema completo o pleno”.

En esta labor, como sostuvo la Suprema Corte de Justicia en la sentencia n.° 53/2006, corresponde adoptar “un método interpretativo funcional, teleológico y sistemático”, teniendo en cuenta que debe existir lógicamente una coherencia o conexión entre la finalidad a la que tiende el contrato de compraventa (la transferencia del dominio de un bien o derecho) y el contenido de la obligación del vendedor, quien no solo se debe obligar a transferir la posesión sino también la propiedad.

Este elemento constituye un principio cardinal de la interpretación de la ley (criterio “teleológico”) pues consiste en una operación de naturaleza principalmente “lógica”, dado que las proposiciones normativas no deben ser tomadas en forma aislada, sino en sus conexiones racionales de unas con las otras porque estas constituyen los componentes de las proposiciones por medio de las cuales las normas expresan sus mandatos, sus permisos o sus prohibiciones (Messineo, 1971, pp. 98-99).

Todo ello implica que existe, en distintos contratos, una relación normativa no solo estática (estructurada como un sistema de consecuencia lógica por el criterio de deducibilidad) sino también dinámica (estructurada con el criterio de legalidad; Moreso & Vilajosana, 2004, p. 95). En otras palabras, la obligación legal de transferir el dominio se puede comprobar entre las diferentes reglas del Código Civil y de la legislación posterior como formando parte de la estructura lógica de la compraventa, tal como procede aplicarla en una “concepción universalista” (Rodríguez, 2021, p. 689).

Resulta contrario al método lógico-sistemático que por un lado se pretenda sostener que el vendedor solo está obligado a transferir la posesión, siendo que en el mismo contexto del Código se requiere además la transferencia de la propiedad; y lo mismo ocurre en otros contratos nominados que integran la legislación posterior (promesa de enajenación, leasing, fideicomiso y otros), los que en su contexto integran el sistema y han de contener similar estructura y consecuencia normativa, es decir, “la debida correspondencia y armonía” (art. 20 CC).

 

 

Las disposiciones del CC que admiten la obligación de transferir la propiedad

 

 

En el contrato de permuta

a) La doctrina dominante

El Código Civil, desde su redacción originaria y respecto de disposiciones que se mantienen vigentes, ha consagrado como solución —ora a texto expreso, ora a través de las interpretaciones que ha hecho la doctrina— la obligación de transferir el dominio por parte de quien debe entregar una cosa.

Así, en sede de permuta, el art. 1769 lo define como un contrato por el cual los contrayentes “se obligan a dar una cosa por otra”, esto es, con el mismo giro utilizado por los arts. 1661 y 1686 en sede de compraventa (un lenguaje descriptivo de la obligación de dar).[9] Por su parte, el art. 1772 consagra lo que la doctrina dominante ha identificado como la obligación de cada permutante de transferir el dominio, sobre la base de la consagración de la excepción de contrato no cumplido que puede esgrimir un contratante respecto del otro que ha entregado una cosa que no le pertenece. En efecto, el art. 1772 establece:

Si uno de los contratantes ha recibido ya la cosa que se le prometió en permuta y acredita que no era propia del que la dio, no puede ser obligado a entregar la que él ofreció en cambio y cumple con devolver la que recibió.

Con relación a esta disposición, Gamarra (2000, pp. 260-262) expresa:

La permuta impone a cada uno de los contratantes la obligación de transferir la propiedad. A mi juicio la única base legal de esta opinión se encuentra en el art. 1772 (...) se deduce por una inferencia inmediata, que en la permuta ambos contratantes están obligados a transferir la propiedad: a) ya que, si fuera suficiente con entregar la cosa (y no se requiriera transferir la propiedad) el permutante que recibió cosa ajena no tendría derecho de retener la que prometió en cambio; b) porque es el no-cumplimiento de esta obligación (se ‘acredita que no era propia del que la dio’) el hecho que autoriza a esgrimir la exceptio. En consecuencia, el permutante no cumple con solo entregar la cosa; debe, además, transferir la propiedad.

En el mismo sentido se pronuncian Venturini (2014b, pp. 313-314) y Rodríguez Russo (1997, p. 571) cuando examinan la legitimación de los permutantes. Señala Rodríguez Russo:

Este requisito se llena con la calidad de propietario: el contrato impone la obligación de transferir el dominio. Cuando se da en permuta una cosa ajena, el permutante que la recibió puede reclamar la resolución del contrato por incumplimiento, también puede optar por la aplicación del art. 1772 CC. La permuta de cosa ajena vale; la falta de legitimación incide en la etapa de ejecución del contrato.

b) La obligación de dar en la permuta y en la compraventa

El art. 1661 del CC, cuando define a la compraventa, prescribe que el vendedor se obliga a dar y el mismo giro oracional utiliza el art. 1769 cuando define a la permuta, lo que estaría indicando que no existe diferencia en cuanto al contenido de la obligación del vendedor y de los permutantes, pues todos ellos “se obligan a dar”, aunque —como vimos— la doctrina interpreta la misma oración de manera diferente:

A- en la compraventa, considera que el vendedor se obliga a entregar la posesión;

B - En la permuta, sostiene que los permutantes se obligan a transferir el dominio.

En este sentido, la sentencia n.° 82/2005 del Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 5º Turno indica que la permuta es un título hábil para transferir la propiedad que, seguido del modo tradición, produce la transferencia dominial. El problema no está en el modo (tradición) sino en el “título”, en su contenido obligatorio, atento a que resulta ilógica, como afirma Rodríguez Russo (1997, p. 567), “la divergencia entre los dos tipos contractuales” (compraventa y permuta), siendo que ambos tienden a la transferencia dominial. Y, como anota el autor, no es meramente un problema de tipicidad, en virtud de que en ambos contratos se aplica la misma fórmula (“obligación de dar”), en ambos se debe entregar la posesión y en ambos, también, la finalidad consiste en la transferencia de la propiedad. Lo cierto, a nuestro juicio, es que la doctrina tradicional siguió a ciegas el pensamiento erróneo de Narvaja.

Del Campo (1984, p, 190) pretendió unificar ambos conceptos, tratando que primara el primero de los mencionados, pero recibió, con razón, una severa crítica de Rodríguez Russo (1997, pp. 565-566), para quien el concepto “obligación de dar” es anfibológico, “carente de significado unívoco”, atento a que el codificador también lo utiliza en el contrato de arrendamiento (art. 1796 inc. 1) y en el comodato, situaciones en las cuales, “no se transfiere la propiedad ni la posesión”.

c) El idéntico significado de la “obligación de dar” en la compraventa y la permuta

La diferencia entre las normas que venimos de mencionar (unas en sede de compraventa y permuta y otras en sede de arrendamiento y comodato) demuestra que el concepto de “obligación de dar” no es unívoco y que, en los primeros casos, se utiliza el “dar” en sentido estricto como obligación de transferir la propiedad (lo que concuerda con los arts. 1334 y 1337 C.C) y, en los segundos casos, se tiene en cuenta un concepto amplio como obligación de entregar.

Debió ser unívoco el concepto en los contratos “hermanos”: permuta y compraventa, lo cual se halla confirmado por Narvaja al remitirse a Marcadé cuando anota el art. 1730 (actual art. 1769), quien señala que el dar implica la obligación de transferir la propiedad: “le contrat par le quel les parties se donnet, cést á- dire se transférent la propiété, une chose por une autre” (Marcadé, 1875, pp. 422-423; Narvaja, 1910, p. 250). En ello está de acuerdo Rodríguez Russo (1997, p. 570), quien en tal sentido invoca, además, a García Goyena, Mackeldey y Escriche.

Ello, sin perjuicio de señalar que no compartimos con el citado autor que el vendedor solo se obligue a entregar la posesión y no a transferir el dominio. Ha sido dominante en este sentido la influencia de Narvaja sobre la doctrina uruguaya, pese a los errores conceptuales y confusiones del codificador que fueron examinadas en el apartado anterior (Gamarra, 2000, p. 255). Con un criterio similar, y comentando el Código argentino anterior al vigente, se pronuncia Ghersi (1994, p. 440).

Atentos a cuanto se viene de señalar, el concepto de “obligación de dar”, tanto en la permuta como en la compraventa, es unívoco, ambos aluden a la obligación de transferir la propiedad, con mayor razón cuando el art. 1775 del CC hace un reenvío en sede de compraventa: para todo lo no previsto expresamente en sede de permuta rigen las soluciones en materia de compraventa.

En particular, esa unidad entre dichos contratos se observa en lo que atañe a la finalidad, pues ambos tienden a la adquisición del dominio (por el comprador o por los permutantes). La diferencia en cuanto a la calificación entre ambos negocios se encuentra más bien (según lo prescribe el art. 1662 CC) en dos aspectos, uno subjetivo y otro objetivo. En primer lugar, el contrato será compraventa o permuta según lo hayan preferido los contrayentes (“intención manifiesta”); y, en subsidio, estaremos frente a uno u otro tipo negocial si “es mayor el valor de la cosa y por venta en caso contrario”, vale decir, según la equivalencia o desequivalencia económica objetiva en el valor de las prestaciones. Este último aspecto objetivo lo resalta Rodríguez Russo (1997, p. 567), aunque omite señalar que la calificación de si es compraventa o permuta queda a merced de la “intención” de los contrayentes.

Para el codificador, la diferencia no está en el contenido de la obligación del vendedor o del permutante, sino en los aspectos que venimos de señalar, por lo que, siguiendo un criterio lógico y objetivo, la obligación de dar dispuesta por la ley en ambos tipos contractuales debe ser idéntica: transferir la propiedad. Ello porque existe identidad en la obligación de dar tanto del vendedor como de los permutantes, lo que no puede tener sino un sentido coherente (no contradictorio). La finalidad de la obligación consiste en la transferencia del dominio y no meramente en la entrega de la posesión de la cosa, coincidiendo con la teleología y sistemática estructural y funcional de ambos negocios.

En la venta forzada

Cuando el acreedor recurre judicialmente, por vía de un proceso ejecutivo, contra el deudor que no cumple, los bienes de este último son rematados y con el producido se solventa el crédito del acreedor. La venta forzada es “el acto que prepara el pasaje del bien del patrimonio del deudor al del tercero”. Ese “pasaje” conlleva la realización de la tradición (Gamarra, 1992, pp. 134-135).

Gamarra señala que la venta forzada no es una hipótesis de compraventa, sino otra figura por fuera del derecho privado, ya que carece de consentimiento. Indica que “solo recurriendo a una ficción es posible afirmar que el deudor ejecutado consciente la venta de sus bienes” (Gamarra, 1992, pp. 134-135), aunque Cerruti advirtió que en esta figura existe consentimiento en forma anticipada o genérica, ya que esa compraventa es “consecuencia de haberse obligado ante el acreedor ejecutante” (Cerruti, 1958, pp. 98-99). Por su parte, indica Peirano que “el carácter forzado de la oferta o de la aceptación no cambia la naturaleza del acto realizado” (Peirano, 1996, p. 205).

Sin perjuicio de las diferencias conceptuales indicadas, en el derecho positivo uruguayo, los arts. 770, 1711 y 1725 del CC regulan la venta forzada poniendo al juez como representante del deudor. Existe cierto rechazo por parte de la doctrina moderna sobre este asunto, ya que, si fuera representante (en sentido técnico jurídico), operaría en interés del deudor, cuando realmente el juez obra en virtud de un interés público.

El criterio rector de ambos tipos de negocios consiste en que la venta “voluntaria” y la “forzada” tienen en común que preparan la transferencia de un bien de un patrimonio a otro. Sin embargo, una es deliberada y la otra coactiva. Por ello, a la venta forzada le son aplicables disposiciones de la venta voluntaria (Gamarra, 1992, p. 138).

Como indicó el Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 7º Turno (2005) en sentencia n.º 22/2005:

La venta forzada se forma progresivamente: en una primera etapa se inicia con el remate, orientado a determinar dos elementos de aquélla, el precio y la persona del adquirente (...). Ejecutoriado ese auto, (...), nacen para el mejor postor: una obligación (pagar el saldo de precio), una facultad (la de desistir del negocio) y un derecho (exigir la transferencia de dominio del bien en cuestión), es decir se entra en el momento final de la venta forzada.

Lo que aquí resulta relevante destacar es que el art. 770 del CC estipula: “en las ventas forzadas (...), la persona cuyo dominio se transfiere es el tradente y el Juez, su representante legal”; es decir, de principio, se transfiere el dominio. Sin perjuicio de la objeción de la doctrina contractualista escoltada por Gamarra (que aduce que la venta forzada no es una figura dentro del derecho privado), este autor está de acuerdo, de todos modos, en que le resulta aplicable el régimen normativo de la compraventa (Gamarra, 1992, pp. 135-136; 138). 

Por consiguiente, aparenta ser ilógico e incoherente sostener que en este caso opera, de regla, la transferencia del dominio, mientras que en la compraventa se le impone al vendedor por ley entregar la posesión de la cosa.

En el contrato de mutuo

La definición legal del art. 2197 del CC dispone que el mutuo “es un contrato por el cual se da dinero u otra cosa de las fungibles, con cargo de volver otro tanto de la misma especie y calidad”.

Como afirma Messineo, el mutuo autoriza al mutuario “a hacer de la cosa un uso cualquiera; en lo cual se incluye también el poder extremo de consumo”. El mutuo, a diferencia del comodato, en que “la propiedad de la cosa sigue siendo del comodante”, implica la transferencia del dominio, “pero con cargo para el mutuario de restituirlas en equivalente” (Messineo, 1979, pp. 112-113).

El artículo 2198 del CC dispone que “el mutuario se hace dueño de las cosas mutuadas”. Messineo (1979, p. 113), analizando el ordenamiento italiano, advierte que “la transferencia de la propiedad de la cosa al mutuario es efecto esencial del mutuo”.  En la misma línea, en Uruguay, Gamarra (1995, p. 159) establece que “la entrega de las cosas mutuadas (...), sirve para transferir la propiedad de las mismas al mutuario”.

De acuerdo con la doctrina tradicional, el mutuo es: (i) un contrato real y (ii) un negocio dispositivo traslativo. Esto implica que se perfecciona mediante la entrega de la cosa mutuada, pero, además, la entrega opera la transferencia de la propiedad de la cosa (Caffera, 1988, p. 328). En tal sentido se expide Ordoqui: “es un contrato real, pues la obligación de restitución surge para el mutuario hasta que este reciba las cosas del mutuante. Se perfecciona con la entrega de la cosa, cuya tradición transfiere el dominio” (Ordoqui, 2021b, pp. 518-519, 2021a, p. 261). De la misma manera sienta su criterio Peirano (1960, p. 220).

Gamarra, por su lado, expresa que “el codificador tuvo el propósito de consagrar la doctrina (...) del contrato real”, pero que, sin embargo, ella “fue desvirtuada luego por los arts. 1252 inc. 2 y 2299 CC, que otorgan fuerza vinculante al acuerdo de voluntades anterior a la entrega”. Por lo tanto, estos negocios quedan circunscriptos, a su juicio, dentro de la categoría de los consensuales (Gamarra, 2003, p. 36).

Para el caso que no se considere que es un contrato real y con efecto real sino consensual, indicando que existe una obligación de entregar a cargo del mutuante según resulta del derecho positivo, cabe entender que el mutuante se obliga a transferir la propiedad de las cosas mutuadas a favor del mutuario.

Si conforme con los arts. 2197 y 2198 del CC el mutuario se hace dueño de la cosa mutuada, del contrato debe surgir, necesariamente, la obligación de transferir el dominio, pues es el mutuante quien debe permitirle al mutuario la disponibilidad de las cosas mutuadas, atento a que se trata de un negocio jurídico con eficacia obligacional. En el contrato de mutuo, el legislador decidió continuar con la tendencia visualizada en otras figuras (como la permuta o la venta forzada) e imponer como solución de principio la transferencia del dominio.

Asimismo, aun cuando se considerara que el mutuo es un contrato real y que dicha categoría existe en derecho uruguayo, si bien la “entrega” perfecciona al contrato, podría considerarse que, además de dicha entrega (de la posesión), nace la obligación de transferir la propiedad de la cosa entregada a favor del mutuario. Esto se debe, al precepto dispuesto en el art. 2198 del CC, por el cual el mutuante debe “hacer dueño” al mutuario de la cosa entregada.

 

 

Las disposiciones de leyes posteriores al Código Civil que admiten la obligación de transferir la propiedad

 

 

Contratos regidos por la Ley n.º 8.733 (promesa de enajenación de inmuebles a plazos)

a) La obligación de entregar la posesión y de transferir el dominio a cargo del promitente enajenante

Dentro de las características fundamentales del contrato en estudio, se estableció a texto expreso que el promitente enajenante quedaba obligado no solo a entregar la posesión (art. 44) sino también a transferir el dominio del inmueble al promitente adquirente (arts. 1, 15, 16 y 31), tal como lo ha destacado la jurisprudencia[10].

En efecto, de acuerdo con lo establecido por el art. 1 de la ley de 1931, el promitente enajenante se obliga a transferir el dominio, siendo la prestación correlativa a la del pago del precio a cargo del promitente adquirente (sin perjuicio de otras obligaciones accesorias, como la de inscribir el contrato o la de no sustraer, destruir o alterar el estado del bien, según arts. 48 y 39, respectivamente).

Esta obligación principal a cargo del enajenante se encuentra confirmada, además de lo que surge diáfanamente del art. 1, por lo dispuesto en otros preceptos de la ley, que se encargan de regular que tal obligación de trasladar la propiedad, no obstante nacer con el contrato, se hace exigible en un momento posterior:

a. Así, en los arts. 15 y 16, en tanto le acuerdan al adquirente (una vez cumplidos ciertos supuestos allí previstos) la acción para “exigir la transferencia de la propiedad y entrega del bien que constituye el objeto de la prestación”; o para “exigir la transferencia del dominio”.

b. En el art. 31 se establece que, en caso de resistencia, fallecimiento, ausencia, impedimento, concurso, quiebra o incapacidad del enajenante (o en las hipótesis del art. 15), el juez competente, proceso mediante, “otorgará, en representación del enajenante, la escritura de traslación del dominio”, con remisión al art. 770 del CC.

c. En el art. 33 se regula una solución de regla en la ley (invertida en el contrato de compraventa del CC hasta ese entonces): en el contrato que se comenta “se entiende implícita la condición resolutoria, si los títulos no fueren perfectos” (salvo pacto contrario). Es decir que, de regla, existe una cláusula de título perfecto por imperio legal. Constituye, por tanto, un incumplimiento grave haber pactado la enajenación respecto de un bien que no pertenece al enajenante.

d. Por último, en el art. 36 se establece que el adquirente podrá “exigir que se otorgue la traslación del dominio”, bajo los supuestos de dicha norma.

Como puede verse, el legislador ha sido categórico en cuanto a la obligación principal que asume el promitente enajenante: transferir el dominio.

Además de la claridad del texto, sobre lo referido ha sido conteste la doctrina nacional. Así, Gamarra (2006, p. 198) indica que una “de las obligaciones principales del enajenante consiste en transferir el dominio al adquirente”. Venturini (2014a, p. 258; 2014b, p. 244) expresa que se trata de un contrato bilateral, cuyas obligaciones principales son “para el promitente enajenante: la entrega de la cosa y la transferencia de la propiedad”. Ordoqui (2020b, p. 461), en el mismo sentido, indica que entre “las obligaciones que asume el vendedor (sic), está la de transferir el dominio”.

La jurisprudencia también ha destacado esta obligación legal de transferir la propiedad.[11]

De acuerdo con lo analizado, no solo el promitente enajenante está obligado a entregar la cosa o la posesión del bien (como se desprende de los arts. 15 y 27 y así lo ha demostrado la doctrina: Larrañaga et al., 2001, p. 705), sino también a transferir la propiedad al adquirente, según se establece con claridad meridiana en las disposiciones referidas.

b) La promesa de enajenación presenta la misma estructura, función y efectos que la compraventa

Merece destacarse que, a 63 años de la sanción del Código Civil, el legislador consideró necesario establecer explícitamente que, en un tipo contractual en el que un sujeto entrega un bien a cambio de un precio (esquema básico que se encuentra presente en la compraventa), el enajenante se encuentra obligado a transferir la propiedad, en coherencia con la finalidad o función económica de los contratos de cambio que tienen por objeto el trasiego del derecho real de propiedad de un patrimonio a otro.

Esto podría llevar a pensar que si el legislador lo consagró a texto expreso en esta ley especial es porque en la compraventa regulada en el Código Civil el vendedor no se obliga a tal traspaso. No obstante, y contrariamente con lo expresado, también resulta posible inferir que, en tanto el contrato regulado por la Ley n.º 8.733 constituye un subtipo de compraventa —según se verá infra— (entre ellas, cabe recordar las críticas de la doctrina tradicional al tipo del Código Civil en tanto discordancia entre la función del negocio y la obligación emergente del mismo, excepto la cláusula de título perfecto), la especialidad del régimen estriba en la reserva de dominio y en el nacimiento del derecho real de garantía (entre otros aspectos).

Empero, en los restantes caracteres (como el de las obligaciones principales), el legislador se inclinó por consagrar, lisa y llanamente, un contrato de compraventa, estipulando claramente una obligación a cargo del enajenante de transferir el dominio y dotar al adquirente de un derecho personal (garantizado con un derecho real en caso de inscripción del título en el Registro) consistente en recibir no solo la posesión de la cosa sino también su dominio.

c) Contratos originariamente abarcados por la Ley n.º 8.733. La evolución posterior: las leyes de 1965 y 1970

En su redacción originaria, la Ley n.º 8.733 establecía el plazo (entre otros aspectos) como un elemento esencial para que los contratos quedaran regidos por ella. El promitente comprador se obligaba a pagar el precio a plazo, es decir, en cuotas sucesivas o periódicas, siendo ello un elemento del tipo (Blengio, 1993, p. 448).

El plazo mínimo era de un año (art. 51), con un máximo de 30 (art. 5, lit. d). Se admitía un plazo menor de un año, siempre que las partes establecieran expresamente que, no obstante ello, el negocio quedaba de todas formas regido por la ley de 1931 (art. 51 in fine). Además, la ley requería pluralidad de cuotas (art. 1), esto es, al menos dos (Gamarra, 2006, pp. 33-34). Originariamente, como puede verse, el ámbito de aplicación de la ley que se comenta resultaba ser relativamente estrecho.

No obstante, con las modificaciones ulteriores introducidas al art. 51 por las leyes n.º 13.420 y n.º 13.892, la normativa en examen recibió un espíritu expansivo del ámbito de irradiación de la ley de 1931. De este modo, dicha normativa, que incluye la obligación de origen legal a texto expreso a cargo del enajenante de transferir el dominio, se aplica:

a. al contrato típico llamado “promesa de enajenación de inmuebles a plazos”, de acuerdo con los caracteres propios del art. 1 de la ley (con plazo y pluralidad de cuotas);

b. a las denominadas “promesas anómalas, atípicas, impuras o compromisos de compraventa”, en las que las partes se obligan a prestaciones propias del contrato definitivo de compraventa pero que, en virtud de las reformas comentadas de 1965 y 1970, se rigen por la ley de 1931, pudiéndose establecer, incluso, el pago al contado y, por ende, en una sola cuota;

c. a las promesas de compraventa, sean o no a plazos, sobre bienes de propiedad horizontal (art. 15 de la Ley n.º 10.751, en la redacción dada por la Ley n.º 12.358) y las promesas de enajenación de inmuebles a construirse en propiedad horizontal (según las disposiciones del Decreto-Ley n.º 14.261 y de la Ley n.º 16.760) (Gamarra, 2006, pp. 49-50 y 325-331; Ordoqui, 2020b, pp. 415-416).

De acuerdo con lo mencionado, hoy día cabe incluir dentro del régimen de la Ley n.º 8.733 un cúmulo de contratos que cumplen la finalidad de intercambiar una cosa por un precio (esquema básico de la compraventa), aun cuando ello se haga en condiciones diversas al esquema previsto en la estructura de la ley originaria. La obligación explícita legal de traspasar la propiedad se establece, entonces, para variadas hipótesis, por imperio de leyes posteriores.

d) Promesas inscriptas y no inscriptas

Puede suceder que cualquiera de los contratos amparados por la Ley n.º 8.733 (de acuerdo con lo visto anteriormente) resulte o no inscripto. El art. 18 de la Ley n.º 8.733 dispone que las promesas no inscriptas “solo producirán acción personal y se regirán por los principios del derecho común (artículo 1664, última parte del inciso 1° del Código Civil)”. Sin embargo, el tema en doctrina y jurisprudencia no es pacífico (Blengio, 1988, pp. 237-238; Ordoqui, 2020b, pp. 417 y 732-735; Venturini, 2014b, pp. 248-250).

Quienes sostienen que la promesa no inscripta igualmente se rige por la ley de 1931 (Viera, 1957, pp. 169-170), aplican al contrato no inscripto los beneficios relativos a plazos o cláusulas nulas (arts. 40, 22, 51 y 5), estando únicamente privados de las protecciones de los arts. 15, 17 y 31 (derecho real menor, cesión legal de contrato y ejecución forzada específica en los términos especiales previstos en la ley, respectivamente).

Por otra parte, hay quienes entienden que, a pesar de la no inscripción, el negocio es válido y eficaz, pero se rige enteramente por el CC (Gamarra, 2006, pp. 104-107).

Idénticas ideas pueden manejarse con relación a la no inscripción del contrato ante: (a) estipulación expresa de las partes de querer regirse por la Ley n.º 8.733; y (b) silencio de las partes al respecto. En cualquiera de ambas hipótesis la jurisprudencia se encuentra dividida (Gamarra, 2006, pp. 106-107; Ordoqui, 2020b, pp. 732-735).

De este apartado podemos destacar que ante la existencia de posturas que se inclinan en postular que, aun cuando el contrato no resulte inscripto, de todos modos resultan aplicables las disposiciones de la ley especial (excepto las que dependan de la registración), el promitente vendedor quedaría, también, obligado a transferir el dominio.

De cuanto se deviene que, siendo idénticos en su estructura, función y efectos los contratos de compraventa y promesa no inscripta (subtipo de compraventa), deben presentar el mismo contenido obligacional, no resultando admisible que en la compraventa el vendedor esté obligado a entregar la posesión y en la promesa no inscripta, además, a transferir el dominio.

e) El contrato de la Ley n.º 8.733 como subtipo de la compraventa

Como lo destaca la doctrina, a pesar de su denominación de “promesa”, no estamos ante un contrato preliminar que origine obligaciones de hacer un contrato final, sino que es un contrato definitivo que, como fuera visto anteriormente, genera obligaciones sustanciales y propias de un contrato definitivo: entregar la cosa y transferir el dominio a cargo del enajenante y pagar el precio a cargo del adquirente (Carnelli, 1979, p. 254; Blengio, 1993, p. 447; Gamarra, 2006, pp. 27-29; Ordoqui, 2020b, pp. 361-362; Venturini, 2014b, p. 243).

Blengio (1993, p. 465), por su parte, entiende que la Ley n.º 8.733 establece una modalidad de contrato definitivo cuya función es intercambiar cosa (inmueble) por precio. Así, expresa: en “puridad, se trata de un mismo contrato, rotulado de diversa manera y plasmado en dos variantes lingüísticas”, por un lado, compraventa, por otro, promesa de enajenación.

En esta línea, Blengio destaca que la compraventa del Código Civil es un contrato que tiene por función determinar el intercambio definitivo de cosa por precio (art. 1661), siendo, además, un contrato solemne si tiene por referente material un inmueble (art. 1664) y es un contrato definitivo que tiene la calidad de título hábil para transferir el dominio. Por su parte, y con relación a la promesa de enajenación de inmueble es un contrato que comparte las características anteriores de la compraventa del CC, pues es un negocio por el cual una de las partes se obliga a transferir el dominio y la otra a adquirirlo por prestaciones pagaderas.

Los arts. 1, 15, 36 y 44 individualizan, para Blengio, la función típica de la figura: a) transferir el dominio; b) pagar el precio; y c) entregar la cosa. Asimismo, analizando la promesa anómala (compraventa con reserva de dominio) no inscripta y en instrumento privado, concluye que esta es válida y eficaz (modificándose, con la Ley n.º 8.733, el régimen de solemnidad y de reserva de dominio; Blengio, 1993, pp. 447-448 y 451-452).

Tras el referido análisis comparativo, basado en la lógica formal, Blengio concluye que la compraventa y la promesa de enajenación de inmuebles (dentro de las cuales cabe incluir las promesas anómalas) cumplen la misma función: intercambio definitivo de cosa por precio. Al respecto, sentencia Blengio (1993, p. 453):

Por lo tanto, si el instrumento medular de calificación de un negocio es su causa en sentido objetivo (o sea su función económica), deberíamos necesariamente admitir que ambos contratos tienen la misma naturaleza; si el negocio que regula el C.C. es una compraventa, entonces el disciplinado por la ley 8733 también lo es.

La segunda conclusión (...), es la de que ambos contratos engendran las mismas obligaciones principales.

No puede dejar de destacarse, de todos modos, que en dicho artículo Blengio manifiesta seguidamente que: “En todo caso, la única y muy modesta diferencia, la encontramos con relación a la obligación de transferir el dominio” (1993, p. 453), lo que implica que el autor se afilia, al menos implícitamente, a la tesis tradicional respecto al contenido de la obligación del vendedor en la compraventa disciplinada por el CC.

Más allá de esa última precisión, entendemos que, tomando en cuenta las enseñanzas de Blengio, quien sostiene que la sanción de la Ley n.º 8.733 y las leyes posteriores a esta que modificaron su ámbito de aplicación supusieron una derogación parcial del Código Civil en materia de solemnidad (admitiendo la validez y la naturaleza de contratos definitivos de promesas anómalas no inscriptas extendidas en documento privado) y en materia de prohibición del pacto de reserva de dominio, todo sobre la base de argumentos que reflejan una interpretación evolutiva, lo mismo podría ensayarse con relación a otros aspectos del contrato.

De este modo, podría sostenerse lógicamente que, con respecto a la interpretación de las disposiciones del Código que regulan la obligación que asume el enajenante en la compraventa del CC, también operó una suerte de evolución legislativa y del sentido que hay que atribuirles a los giros “entregar” y “dar”.

Esto es, si puede concluirse que las leyes posteriores a la codificación trajeron modificaciones tácitas o implícitas al sistema del derecho civil, bien podría entenderse, también, que tal evolución impactó en la forma de entender la obligación principal del vendedor: la transferencia de la propiedad y no solamente la entrega pacífica de la posesión de la cosa.

En conclusión, respecto de un texto incambiado (los arts. 1661, 1686, 1333 y 1334 CC), corresponde realizar una interpretación que cierre de mejor modo con el ordenamiento jurídico vigente (arts. 17, 18 y 20 CC), luego de la entrada en vigor de la Ley n.º 8.733 y leyes modificativas.

El Decreto-Ley n.º 14.433 de enajenación de establecimientos comerciales

El Decreto-Ley n.º 14.433, que regula las promesas de enajenación de establecimientos comerciales con un esquema similar al que venimos de ver, faculta al adquirente para “exigir la transferencia y entrega del bien que constituye objeto de la prestación” desde la fecha de inscripción del contrato en el registro, siempre que se “haya pagado o se pague toda la prestación y se haya cumplido con las obligaciones estipuladas” (Uruguay, 1975).

En este sentido se pronuncian Nuri Rodríguez y Carlos López (2005a, p. 88), cuando al referirse a las obligaciones del promitente vendedor establecen que “solo cuando se complete el pago del precio, estará obligado a transferir el dominio”. A su vez, agregan los autores, con relación al promitente comprador, que “tiene un derecho personal, que nace con el contrato de promesa, a que se le transfiera la propiedad de la casa de comercio” (Rodríguez & López, 2005, p. 109).

En la misma línea, Ordoqui (2020b, p. 738) indica que la “obligación principal del promitente enajenante consiste en transferir el dominio y el aporte de la Ley n.° 14.433 está en conferir al promitente comprador (...) acción para exigir la transferencia y entrega del establecimiento”.

De esta manera, de forma similar a lo dispuesto por el art. 15 de la Ley n.º 8.733, la promesa de enajenación de establecimiento comercial incluye, en el contenido de la obligación del promitente vendedor, la obligación de transferir el dominio.

Contrato de fideicomiso (Ley n.º 17.703)

Más cercano en el tiempo, el art. 2 de la Ley n.º 17.703 de fideicomiso, estipula que dicho contrato constituye un “título hábil para producir la transferencia de la propiedad” (Uruguay, 2003). Esta disposición se vincula con el art. 19 lit. b de la mencionada ley, que establece la obligación del fiduciario de “transferir los bienes del patrimonio fiduciario al fideicomitente o al beneficiario al concluir el fideicomiso o al fiduciario subrogante en caso de sustitución o cese”. Esta obligación también se encuentra presente en el art. 33 inc. 2 de la ley.

Al decir de Caffera (2018, p. 416):

La ley 17.703 de Fideicomiso (...) marcó un cambio radical en la materia para Uruguay (...) en el Fideicomiso intervienen tres sujetos: Fideicomitente, Fiduciario y Beneficiario. El Fideicomitente es el propietario original de los bienes o derechos sobre los cuales se constituye la propiedad fiduciaria que se transfiere al Fiduciario (patrimonio fideicomitido). Es, además, el sujeto al que se retransmite dicho patrimonio una vez finalizado el Fideicomiso.

Nuri Rodríguez y Carlos López (2005b, p. 22) establecen, al referirse a los negocios fiduciarios, que hay “un acto de transferencia del dominio de ciertos bienes y el fiduciante deja de ser dueño y el fiduciario adquiere la propiedad plena de ellos”. Por otra parte, Martinelli Brito (2008, p. 44) señala que “lo que transfiere el fideicomitente es la propiedad plena”. Ordoqui (2003, p. 22), afirma que “se transmite la propiedad fiduciaria de determinados bienes”.

En este mismo sentido, el Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 5° Turno (2016), en sentencia n.° 160/2016, sostuvo: “En efecto, dichos bienes salen del patrimonio del fideicomitente pero no ingresan al patrimonio general del fiduciario sino a un ‘patrimonio de afectación”. De esta forma, se remarca el hecho de que se transfiere la propiedad de esos bienes, en tanto salen de un patrimonio a otro, no bastando simplemente con su entrega por parte del fideicomitente.

Contrato de crédito de uso o leasing (Ley n.º 16.072)

Por otro lado, cabe también destacar el leasing previsto en la Ley n.º 16.072 (Uruguay, 1989). Con relación a este contrato, señala Berdaguer (2017, p. 5):

Los principales conceptos que pueden destacarse en la definición legal son los siguientes: se trata de un contrato de crédito celebrado entre una institución financiera y un usuario; el dador del leasing se obliga a permitir al usuario el uso de un determinado bien durante el plazo previsto en el contrato; el usuario se obliga a pagar a cambio de ese uso un canon periódico; se mencionan algunos pactos que las partes pueden incluir en el contrato y que por tanto son facultativos (opción de compra, opción de prorrogar el contrato, venta del bien en remate público).

En su artículo 2, la ley de leasing establece que “el contrato podrá recaer: a) Sobre un bien elegido por el usuario que la institución acreditante se obliga a adquirir a un proveedor determinado”. A su vez, varios artículos de la ley refieren a la opción de compra. Así, el art. 30 dispone, en su inciso final: “Los embargos trabados a la institución acreditante posteriores a la inscripción del contrato de crédito de uso, no obstarán a la compraventa ni a la transferencia de la propiedad en favor del usuario debiéndose descartar dichos embargos” (Uruguay, 1989).

Berdaguer (2017, p. 6), al interpretar la ley de leasing, entiende que “la función última es el financiamiento del uso y eventualmente la posibilidad de adquirir la propiedad del bien por parte del usuario”, afirmando, por lo tanto, que una vez llegado el momento se adquiriría la propiedad del bien. Más adelante, al tratar la materia de la obligación del contrato de leasing, el autor afirma que en la modalidad del sale and lease back: “El derecho de propiedad del usuario se transfiere a la institución acreditante y en su lugar el usuario adquiere un derecho de uso”. Agrega que “a cambio de la entrega de los fondos obtiene la propiedad de un bien del deudor para satisfacer su crédito en caso de incumplimiento” (Berdaguer, 2017, p. 12).

En este sentido, la institución financiera no estaría solo obligada a entregar el bien, sino la propiedad sobre este (véase Mantero, 2022, p. 211). Por su parte, Fernández y Quiró (2003, p. 215) entienden que:

El bien objeto material del contrato cuyo uso se concede, puede ser propiedad de la propia institución financiera, adquirida para la defensa o recuperación de sus créditos (art. 2 lit. c), del usuario, debiendo este venderle la propiedad del mismo al acreditante (art. 2 lit. b), o de un proveedor determinado (art. 2 lit. a), a quien la empresa de leasing le adquiere la propiedad.

De esta forma, al referirse a la obligación que posee el usuario, Fernández y Quiró (2003) aluden a la obligación de venderle la propiedad, no a la de entregar el bien. Agregan que “en el preciso instante en que el aceptante hace uso de la opción de compraventa se perfecciona el contrato de compraventa, debiendo el concedente, recién entonces transferir el dominio al optante” (p. 241).

En definitiva, si bien excede a la función principal del contrato de leasing, en su regulación encontramos normas que nos hacen concluir que, cuando se pacta la opción de compra, en esta opción se incluye la obligación de transferir la propiedad y no solo la de entregar el bien.

 

 

La interpretación lógico-sistemática y evolutiva en el contenido
de la obligación del vendedor

 

 

Falta de claridad en las palabras del codificador

 

 

Conforme viene de verse, las disposiciones que regulan cuál es el alcance de la obligación del vendedor en la compraventa, interpretadas aisladamente y según la escuela de la exégesis que fuera criticada supra, desde su significado literal (art. 17 CC), podría no arrojar claridad. En efecto, la expresión “dar” utilizada en el art. 1661 CC podría ser lo suficientemente ambigua como para abarcar la entrega de la mera tenencia, de la posesión o de la propiedad (falta de certeza). De igual manera, el art. 1686 describe a “la entrega o tradición”, conceptos que también son susceptibles de diversos significados.

Del mismo modo, como se relató en apartados anteriores, las normas posteriores a la sanción del CC parecerían indicar que se ha cumplido con el presupuesto de toda interpretación evolutiva, como se desarrollará en este apartado, esto es, el cambio en circunstancias históricas, sociales y económicas de una sociedad que dan lugar a una interpretación diferente acerca del texto normativo en relación con la obligación del vendedor en el contrato de compraventa, principal contrato nominado regulado por el CC.

En función de ello, y existiendo nuevas disposiciones legales que han asentado claramente la trascendencia de transferir la propiedad como obligación principal en una serie de contratos, parecería que una interpretación acorde a dicha normativa implica que la obligación del vendedor, en el contrato de compraventa, presenta también dicho contenido, además de la entrega de la posesión del bien.

Es preciso comenzar a hablar de interpretación y para ello corresponde convocar a Hart (1961), quien al mencionar el escepticismo como corriente invita a reconsiderar la idea de que el ordenamiento jurídico en su totalidad consiste en reglas y que estas no siempre permiten un único resultado. Siempre hay una elección y se debe optar, entonces, entre posibles significados alternativos de una palabra.

A la hora de centrar el presente estudio, la interpretación ocupa un sitial de primer orden, primero a través del “sentido de la ley”, luego determinando si la proposición normativa es clara u oscura y en caso de decidir acerca de su “claridad” con el método literal y también el lógico-sistemático que nos asigna el Código Civil, sumado al teleológico como lo ha destacado la jurisprudencia y, segundo, al método evolutivo.

 

 

¿Qué significa interpretar?

 

 

Para Cestau (1957, p. 33), “la interpretación de la ley consiste en desentrañar el sentido de la norma; en determinar, penetrar, concretar, fijar, descubrir el sentido y alcance de la norma”.

Con una concepción distinta, Guastini señala: “Interpretar es atribuir sentido o significado” (2014, p. 24) diferenciando la formulación normativa (el texto) y la norma como resultado de la interpretación. Agrega Guastini (2014, p. 26):

La interpretación jurídica tiene por objeto no normas sino textos o documentos normativos, en otros términos, se interpretan (no exactamente normas, sino más bien) formulaciones de normas, enunciados que expresan normas: disposiciones como se suele decir. Así es que la norma constituye no el objeto, sino el resultado de la actividad interpretativa.

Si se analiza la interpretación como una actividad, la misma abarca operaciones tales como: “(i) el análisis textual; (ii) la decisión sobre el significado; (iii) la argumentación” (Guastini, 2014, p. 32).

Guastini (1999, pp. 3-5) se refiere a dos tipos de interpretación: en sentido restringido y amplio. El primero entiende que solo los casos difíciles son susceptibles de interpretación, los demás no. Es decir, se deben interpretar solo aquellos casos que generan controversia o discusión, mientras que los que no, pues el texto es claro, no deben interpretarse. Y, en el sentido amplio, se entiende que siempre que de una norma se incluya o excluya un supuesto de hecho estamos ante una interpretación, no importa que sea un caso claro o un caso difícil.

 

 

Las tres concepciones sobre la interpretación de la ley

 

 

Aun para aquellas soluciones que resultan pacíficas, es decir, no controvertidas, procede la interpretación, atento a que esta “es el presupuesto necesario de la aplicación” (Guastini, 1999, p. 5). En la misma línea que Guastini, Tovagliare (2021, p. 181) sostiene que existen tres grandes concepciones que procuran explicar en qué consiste la interpretación jurídica y cuál es su objeto: la teoría formalista, la escéptica y la ecléctica.

- La teoría formalista o “cognitiva” entiende que la interpretación es un acto de descubrimiento o conocimiento. Interpretar es verificar el significado objetivo de los textos normativos. En consecuencia, toda norma admite una única interpretación, lo que hace que otras interpretaciones sean catalogadas como falsas. Esta teoría no admite la discrecionalidad. Es la teoría que adopta Dworkin para los casos simples (no problemáticos) que admiten una respuesta única (Rodríguez, 2021, p. 560).

- La teoría escéptica sostiene que “no existe ningún significado antes de la interpretación” (Guastini citado por Rodríguez, 2021, p. 591) y considera que la interpretación no es un acto de conocimiento sino de valoración y de decisión. No existe un significado propio, sino que las palabras pueden tener un significado para el que la emite y otro para el que la usa. En ese sentido, no está garantizada la coincidencia de significados (Tovagliare, 2021, p. 182). En consecuencia, pueden existir distintas soluciones normativas y ninguna de ellas puede considerarse correcta. La elección de una sobre la otra, siempre, será discrecional.

- La teoría intermedia o “ecléctica” es la que parece ser dominante en la interpretación contemporánea y distingue casos fáciles y difíciles. Existen disposiciones que tienen un núcleo luminoso de significado estable y una zona de oscuridad e incerteza.

Entonces, cuando examinamos un caso donde es clara la aplicación de determinada disposición, nos encontramos en la zona luminosa, un caso de fácil resolución (texto claro según el art. 17 inc. 1 luego de haber interpretado “el sentido de la ley”), donde es aplicable la teoría cognoscitiva. Ahora bien, cuando nos enfrentamos a una situación donde es dudosa la atribución de determinada significación (texto oscuro según la norma citada), nos encontramos en un caso de difícil resolución, donde pueden resultar admisibles diferentes soluciones normativas (Guastini, 1999, pp. 13-18).

Esta última es la situación que se nos presenta en lo que atañe a la interpretación de la “obligación de dar”, dispuesta como contenido de la obligación del vendedor. Aquí observamos un caso de difícil resolución que tendremos que analizar considerando la función práctica de la interpretación, en el sentido que advierte Betti (1949), debiendo actualizar el concepto dudoso en relación con otras normas del contexto normativo del derecho privado y desde la óptica también de una interpretación evolutiva.

 

 

La interpretación lógico-sistemática y finalista

 

 

En un apartado anterior avanzamos en lo atinente a la aplicación de la interpretación lógico-sistemática y teleológica aplicada al tema que nos ocupa, por cuanto de los antecedentes romanos, de la doctrina contemporánea al codificador y de la legislación posterior, surge con certeza ineluctable que la obligación del vendedor no queda limitada a la entrega de la posesión del bien al comprador sino también a la obligación de transmitir la propiedad.

No obstante, aunque podemos pecar de reiterativos, corresponde insistir en la aplicación del método lógico-sistemático y teleológico, atento a la relevancia que importa en el tratamiento del tema central que nos ocupa y a la importancia que le confiere nuestra jurisprudencia. Savigny, uno de los principales exponentes de la escuela histórica del derecho, en su obra Sistema del derecho romano actual (1840), propuso una teoría de la interpretación jurídica que se basaba en cuatro elementos (como se cita en Varela Méndez, 2022, pp. 55 y ss.), de los cuales comenzaremos con tres esenciales:

El elemento literal/gramatical (método exegético): consiste en la interpretación literal del texto jurídico una vez logrado, “determinar el sentido de las formulaciones normativas” y logrado la “claridad” de la disposición, teniendo en cuenta el significado de las palabras y expresiones utilizadas (Rodríguez, 2021, p. 555).

Varios autores franceses, tales como Marcadé, Demolombe, Aubry Rau, Laurent y Baudry-Lacantinerie, han propugnado por este método (Gény, 2018). Uno de los errores atribuído a Gény consiste, según la crítica, en pretender buscar la intención de sus autores, en lugar del significado objetivo y racional del texto. Así, Vanoni, citado por Gutiérrez y Laventure (2009, p. 63), expresa:

Debe tenerse en cuenta el significado que las palabras tienen en el lenguaje común, puesto que, dado que el legislador al dictar la norma se dirige a todos los particulares, trata de elegir la fórmula que mejor pueda entenderse por parte de aquellos a quienes se dirige la norma. 

Utilizando las palabras de Kripke (citado en Rodríguez, 2021, p. 613), resulta necesario tomar en cuenta “el acto bautismal” del codificador (la letra de la ley), aunque el sentido literal resulta insuficiente (puede además ser ambiguo o vago) porque toda interpretación literal admite una interpretación correctora o sustitutiva, que puede ser extensiva o restrictiva como sucede en el concepto de “dar” que nos informan los arts. 1686 y 1333.

El elemento científico-textual debe complementarse con el elemento lógico y/o sistemático (o argumento sistemático según Alexy), que consiste en el significado lógico objetivo del texto jurídico (ratio legis) teniendo en cuenta su relación con otras normas y principios (García Maynez, 1974, p. 329).

En función de este elemento, el intérprete se “deberá apoyar en la interpretación lógica, buscando la razón de la ley, esto es los razonamientos que permitan descubrir la finalidad de la norma prescindiendo de los vocablos empleados” (Gutiérrez & Laventure, 2009, p. 69).

La combinación del texto y el sistema normativo en sede de interpretación juegan un rol de primer orden que, según Alexy (1989, pp. 51-52), se trata de “la completitud de la argumentación interpretativa”. Así lo manifiesta Jiménez de Aréchaga (1999, pp. 113-119), en el sentido de que la ley no depende “de lo que las palabras expresan en sí mismas, sino también de las relaciones sistemáticas de esa norma con todas las demás del ordenamiento jurídico” (en similar sentido: Betti, 1949).

La argumentación sistemática (de combinación o de coherencia) es una interpretación correctora que consiste en “determinar el sentido de una formulación normativa” (Rodríguez, 2021, p. 625); en nuestro caso, “la obligación de dar” del vendedor se puede articular en varios textos legales (del Código y fuera de él) para determinar que se alude no solo a la transferencia de la posesión sino también del dominio.

En la misma línea de pensamiento se pronuncia Guastini (1999, pp. 43-44), para quien el significado de una disposición se deduce de su colocación en el sistema. Y tal sistema puede ser más o menos amplio e incluso llegar a abarcar la totalidad de las disposiciones que componen un sistema jurídico.

Aunque este elemento lógico debe conectarse, necesariamente, con el elemento teleológico o finalista. Este consiste en la interpretación del texto jurídico teniendo en cuenta su finalidad o propósito, seleccionando aquella finalidad más valiosa o descartando la más disvaliosa. A juicio de Cestau (1957, p. 2):

El sentido de la norma consiste en la voluntad objetiva y abstracta que el legislador puso en la norma (...) debe buscarse, por tanto, en la voluntad de la ley, en lo que en la ley aparece realmente querido (mens legis). Este sentido propio de la norma (mens legis), puede ser igual o distinto al que tuvo quien la dictó (a la mens legislatoris).

Con relación a este elemento, señalan Gutiérrez y Laventure (2009, p. 65) que “el intérprete debe ir en busca de la finalidad de la ley. Debe ponerse especial atención a los intereses económicos, políticos, y sociales que la ley tutela”.

Sin embargo, en la presente investigación, resulta primordial considerar el interés final (tanto jurídico como económico) del comprador, quien hasta el presente no ha sido tomado en cuenta por la doctrina tradicional, en el sentido de que la finalidad que persigue es la adquisición del derecho de propiedad del bien que se le promete transferir. Ello debe conectarse inescindiblemente con el contenido de la obligación del vendedor, tal como ha quedado demostrado por la legislación posterior al Código Civil, que hemos analizado en el apartado anterior, donde el vendedor asume dos obligaciones principales: entregar la posesión del bien y transferir el derecho de dominio.

Recapitulando

Corresponde, entonces, centrar el contenido de la obligación del vendedor en el marco de los tres elementos que se examinaron, en el entendido de que el texto legal (“obligación de dar”, por parte del vendedor) genera ambigüedad (o mejor dicho vaguedad), por lo que corresponde recurrir al sistema normativo de otras reglas codificadas, así como las provenientes de la legislación posterior, con una mirada finalista y práctica centrada en el interés jurídico-económico de todo comprador, que consiste en la adquisición del dominio del bien que el vendedor le pretende transferir.

El examen interpretativo dinámico que proponen las reglas examinadas debe complementarse con el enfoque evolutivo de las normas que se fueron incorporando al sistema del derecho privado luego de la sanción del Código Civil, las que demuestran acabadamente que el contenido de la obligación del vendedor —según sostiene la doctrina tradicional— es incompleto, insuficiente y no contempla el interés del adquirente.

 

 

Un nuevo enfoque: la interpretación evolutiva

 

 

El argumento evolutivo o del significado actualizado

Un cuarto criterio introducido por Savigny, a su juicio necesario para realizar una debida interpretación jurídica, tiene relación con el denominado elemento histórico/evolutivo que consiste en la interpretación contextual del texto jurídico, teniendo en cuenta su origen histórico y su evolución.

La Suprema Corte Argentina sostuvo que “las leyes no pueden ser interpretadas solo históricamente (...) porque toda ley tiene una visión de futuro y está destinada a regir cuestiones posteriores a su sanción” (citada por Rodríguez, 2021, p. 628).

Este elemento coloca un pie en los antecedentes de la norma, tal como fue realizado en el primer apartado del presente trabajo (derecho romano, español, versión de Narvaja, Vélez Sarsfield y Acevedo) y otro en la legislación posterior al Código en la que se demuestra la coincidencia entre el contenido de la obligación del vendedor que debió preferir el codificador (no solo la de entregar la posesión) y que contradictoriamente excluyó con la realidad legislativa actual (la obligación de transferir el dominio de fuente legal). A juicio de Gamarra (1952, p. 5):

Este método tiene por finalidad —como una especie de revancha de la escuela histórica frente a la legislación codificada— acomodar la inmutable letra de la ley —elemento estático— a las cambiantes exigencias de la vida humana —elemento dinámico—. Es cierto que la realidad que el Código regía cuando se realizó ha evolucionado, por lo que se vuelve necesario —para emplear una metáfora de Saleilles— ‘verter el vino nuevo en los viejos odres’.

En efecto, lo que señala el autor es que debe haber un cambio en la realidad de hoy, para que se pueda no seguir interpretando el Código Civil conforme con la época en que fue sancionado. Se trata de una “reconstrucción interpretativa”, al decir de Betti, una “exigencia dinámica” en la evolución de los textos, observando que la norma “ha madurado” con nuevas repercusiones, influido por la “repercusión de nuevas normas”, generando con ello una “nueva significación” jurídica” (Betti, 1975, pp. 114-115).

Estos conceptos podemos trasladarlos a la obligación del vendedor. En efecto, si bien consideramos que el codificador incurrió en errores en la interpretación que, con dudas y vicisitudes, llevó a cabo en sus “Fuentes, notas y concordancias”, puesto que debió haber introducido —igual que lo hicieron Acevedo y Vélez Sarsfield— que el vendedor está obligado a transferir la propiedad, la “reconstrucción interpretativa” puede llevarse a cabo a través de la evolución generada por la misma obligación introducida en otros contratos posteriores.

Se trata de la adaptación o actualización de una fórmula normativa

Hasta hoy, la doctrina entiende que el comprador solo puede ser titular de la posesión porque el vendedor encuentra legalmente limitada su obligación al estar impedido de obligarse a “dar” el dominio; por más que el interés económico y jurídico del comprador tenga por finalidad adquirir la propiedad.

En esta investigación, tanto histórica como lógico-sistemática y teleológica, hemos sostenido lo contrario, advirtiendo la gaffe interpretativa del codificador. En una concepción evolutiva también podemos subrayar que la normativa posterior permite adaptar o adecuar el significado de la fórmula normativa “obligación de dar” por un doble significado, consistente en dar la posesión y el dominio.

En nuestro caso, no se trata de una interpretación evolutiva fruto de una evolución social (Cestau, 1957, p. 33) o de una adecuación sociológica (Castro Herrera et al., 2021, p. 17), sino de una adaptación normativa, como lo han destacado Guastini (2004, pp. 178-179), Betti (1975, p. 117) y Messineo (1971, p. 96). Este último autor señala:

Una vez forjada, la norma vive con vida propia y es parte capaz de adaptar a casos que el llamado legislador no previó en el momento en que se dictaba la norma (...) casos en los cuales, si se atendiese a la voluntad del llamado ‘legislador’, la norma debería considerarse inapropiada.

En un estudio sobre la interpretación, Fracanzani (2003) nos reitera el concepto que venimos de delinear, señalando que la interpretación evolutiva evidencia el carácter de actualidad o de actualización de la norma por obra del intérprete. Se trata de una adecuación del texto normativo, una nueva valoración de los intereses en coordinación con otras normas del sistema, un resultado consecuencial del proceso de la propia hermenéutica, tal como subraya el autor.

Estimamos que este criterio evolutivo, conjuntamente con el método lógico-sistemático y finalístico (“canon de totalidad” lo denomina Betti), presentan una actuación unitaria en esta investigación que venimos desarrollando, donde las nuevas disposiciones generadas luego de la sanción del Código generan una adecuación legal del sentido de la “obligación de dar” dispuesto en el art. 1686 a cargo del vendedor, sustituyendo una visión estática de la interpretación originaria que siguió la doctrina a través del erróneo pensamiento de Narvaja, por una interpretación evolutiva o dinámica de la fórmula normativa antes mencionada.

Adaptación y razonabilidad

Finalmente, la interpretación presenta coherencia con el principio de razonabilidad. La razonabilidad constituye un criterio jurídico de ponderación utilizado con la finalidad de encontrar una solución adecuada en lo que atañe a la interpretación, de conformidad con los intereses de las partes (Blengio, 2019, p. 41; Larrañaga, 2019, p. 164; Cianciardo, 2004, p. 45; Perlingieri, 2016, p. 21). Blengio (2019, p. 41) subraya con precisión que la razonabilidad “contribuye de manera importante a la llamada interpretación evolutiva del derecho aportándole a la norma mayor elasticidad y flexibilidad”, con la finalidad de tutelar un derecho determinado.

En efecto, señala Blengio (2007, p. 729):

tiene además la virtud (otros, con ideas más positivistas y entronizados del valor de la literalidad de una disposición pensarán lo contrario), de postular la viabilidad de una interpretación evolutiva que hace pie en la necesidad de considerar el contexto fáctico para el que las disposiciones legales fueron dictadas y llega a desplazar su aplicación cuando la nueva realidad hace que pierda sentido hacerlo. Lo cual evita que se produzcan consecuencias contrarias a la razonabilidad y se “funden” en el respecto a rajatabla de la literalidad de un texto, soluciones contrarias a la justicia y al sentido común.

A cuanto agrega Guastini que “el argumento de la razonabilidad persigue el fin descartando una determinada interpretación posible alegando que tal interpretación daría lugar a una norma absurda” (2014, p. 298). En el mismo sentido se pronuncia Betti (s.f., p. 239), quien señala que la interpretación supone atribuir un significado razonable a lo interpretado de acuerdo con la conciencia social, en el lenguaje común, en la práctica de la vida, en los usos del tráfico, etc. Castro Herrera et al. (2021, p. 16) destacan:

La interpretación evolutiva actúa como una figura que determina el compromiso de los jueces de interpretar las normas jurídicas de manera razonable, Construcción de sentido e interpretación evolutiva aplicada a la praxis legal y constitucional.

Dado que la razonabilidad importa un criterio de guía o de orientación —“el logos de lo razonable” diría Recaséns Siches (citado en Larrañaga, 2019, p. 175) —, “una brújula interpretativa”, no resulta forzoso concluir en esta investigación, que la adaptación jurídica de la obligación de transferir el dominio a cargo del vendedor constituye una valoración razonable vinculada con los intereses económicos y jurídicos del comprador.

La aceptación de la interpretación evolutiva vuelve al derecho una disciplina dinámica a tono con la realidad y sus necesidades actuales. Parece mejor un derecho que, sin necesidad de modificación del texto normativo, consigue soluciones prácticas y efectivas para situaciones contemporáneas, que un derecho estático que debe ser reformado cada vez so pena de correr el riesgo de perder su función social. 

 

 

Conclusiones

 

 

De acuerdo con lo anteriormente expuesto, consideramos que resulta plausible concluir que el vendedor, en el contrato de compraventa del Código Civil uruguayo, se obliga no solo a transferir la posesión pacífica al vendedor, sino también a transmitir la propiedad de la cosa.

Si bien la doctrina tradicional, partiendo de la letra de la ley y de los antecedentes del codificador, concluyó que la obligación del vendedor (excepto en supuesto de cláusula de título perfecto expresamente pactada) se limitaba a la de entregar la posesión, la lectura en contexto de las disposiciones del Código, así como de las leyes especiales posteriores, permiten realizar una nueva lectura de los preceptos normativos.

En primer lugar, y de acuerdo con lo dispuesto por los arts. 17 y 18 del CC (reglas para la interpretación de la ley), los conceptos de “dar” y “entregar” de los arts. 1661 y 1686 (entre otros), podrían llevarnos a diversas soluciones. En efecto, tales disposiciones podrían ser interpretadas conforme con el significado que les asigna la doctrina tradicional (entrega de la posesión), como con el que se le ha asignado en este trabajo (transferencia de la propiedad y de la posesión).

En segundo lugar, y partiendo de lo dispuesto por el art. 20 del CC, el método de interpretación lógico-sistemático, de acuerdo con el contexto normativo o resto del sistema donde las disposiciones a interpretar se encuentran, nos muestra que, tanto ciertos contratos o figuras del Código (permuta, venta forzada, mutuo), como de leyes posteriores que integran el ordenamiento de derecho civil (promesa de enajenación de inmuebles a plazos, fideicomiso, entre otros), arrojan que el sujeto que debe entregar un bien con la finalidad de transmitirlo definitivamente de un patrimonio a otro (finalidad por excelencia de la compraventa) se obliga, por imperio legal, a transferir la propiedad y no únicamente a entregar la posesión de la cosa.

En tercer lugar, consideramos que tal método de interpretación lógico-sistemática (consagrado positivamente, como se dijo, en el art. 20 CC) y teleológico permite fundamentar la denominada “interpretación evolutiva”. El cambio de circunstancias fácticas y las modificaciones que tales circunstancias han determinado en el derecho positivo con el dictado de diversas leyes —que fueron analizadas en el segundo apartado—, determinan que la lectura a realizar de las disposiciones del Código sea conforme con la conclusión que abrió esta síntesis final.

 

 

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Nota: Los autores del presente artículo forman parte del Grupo de Estudios de Derecho Civil de la Universidad Católica del Uruguay.

 

Cómo citar: Larrañaga, L., García Fariña, S., Rivera Montado, G., Texo Denes, A., Balarini, O., Bonilla, B., Canadell Birriel, R., De Souza Rocha, J., García Scavino, J., Menéndez Domínguez, S., Moglia Mariñas, B., Olaso Borrás, C., & Seguí López, L. (2024). Compraventa: La obligación legal de transferir el dominio. Una actualización olvidada. Revista de Derecho, (29), e3835. https://doi.org/10.22235/rd29.3835

 

Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): 1. Conceptualización; 2. Curación de datos; 3. Análisis formal; 4. Adquisición de fondos; 5. Investigación; 6. Metodología; 7. Administración de proyecto; 8. Recursos; 9. Software; 10. Supervisión; 11. Validación; 12. Visualización; 13. Redacción: borrador original; 14. Redacción: revisión y edición.

L. L. ha contribuido en 1, 5, 7, 10, 13, 14; S. G. F. en 5, 10, 12, 13; G. R. M. en 5, 10, 12, 13; A. T. D. en 5, 10, 12, 13; O. B. en 5, 13; B. B. en 5, 13;  R. C. B. en 5, 13; J. D. S. R. en 5, 13; J. G. S. en 5, 13; S. M. S. en 5, 13; B. M. M. en 5, 13; C. O. B. en 5, 13; L. S. L. en 5, 13.

 

Editora científica responsable: Dra. María Paula Garat.



[1]Tampoco lo aclara Tomé (2014, p. 178) en la doctrina uruguaya, quien solo hace referencia a la tradición como “la entrega con la intención de transferir el dominio”, agregando que “la tradición operaba la efectiva adquisición del dominio” pero no indica si ello fue en el período arcaico, clásico o posclásico y tampoco menciona la necesidad del previo título hábil.

[2] En la doctrina uruguaya, Garcé (2018, p. 85) omite tales distinciones y solo alude —al pasar— a la obligación del vendedor de transferir la propiedad sin advertir el período al que pretende referirse.

[3] Respecto al alcance de la obligación de dar, véase: Gamarra, 1982b, p. 29.

[4] Conforme con De Cores (2015, pp. 130-132), quien a partir de Galgano realiza una progresión histórica vinculada con la función traslativa de la propiedad con fuente en el contrato, pasando del acto formal vestimentum a la voluntad de los contratantes.

[5] De Cores (2015, pp. 315 y 447), en su investigación acerca de la evolución histórica y conceptual del contrato, cita el Tratado de Oñate (segunda escolástica, 1568 a 1646) para quien dentro de los efectos del contrato incluye no solo a la entrega de la posesión, sino también a la traslación del dominio.

[6] Carlos Ducci (1977, p. 101), al examinar el art. 19 del Código Civil Chileno, que concuerda con el art. 17 del CC de Uruguay, sostiene: “la claridad a que el precepto se refiere es a una claridad de sentido, de contenido y alcance jurídico de la norma, y no a su claridad gramatical”. Y citando al jurisconsulto Celso, agrega: “No consiste el entender las leyes retener sus palabras, sino en comprender sus fines y efectos” (en el mismo sentido: Guastini, 1999, p. 1).

[7] Eduardo Jiménez de Aréchaga (1943, pp. 162-163) insiste en que no corresponde atenerse a la “materialidad de los signos”, citando a Cossio: “no es exacto que un texto literalmente claro deba aplicarse de acuerdo a su significación gramaticalmente autónomo”. Y menciona el ejemplo de Reitchel: “Está prohibido llevar perros a la estación”, por lo que si bien estaría prohibido el ingreso de perros, no obstante estaría admitido el ingreso con leones, elefantes, tigres, jabalíes, etc.

[8] A este respecto sostiene Guastini (2018, pp. 64-65): “Toda norma vigente es indeterminada, en el sentido de que no sabe exactamente qué suuestos de hecho quedan comprendidos en su campo de aplicación”. Y, ateniéndose al lenguaje, indica que “todo lenguaje descriptivo o prescriptivo se diferencia bajo el aspecto semántico, vale decir, desde el punto de vista de su significado”, los que también pueden ser diversos (Guastini, 2017, pp. 34-35).

[9] Narvaja utiliza un lenguaje descriptivo cuando considera que el vendedor se obliga a “dar” (que puede ser utilizado en sentido amplio como “dar la posesión” o estricto “dar la tradición”), pero según su concepción debió utilizar un lenguaje “prescriptivo”, indicando claramente que el vendedor se obliga a entregar la posesión de una cosa, pero no lo hizo y generó con ello una vaguedad normativa.

[10] Véase por ejemplo: Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 1° Turno, sentencia n.° 44/2022 (Rivas (red.), Venturini, Messere).

[11] Véase por ejemplo: Suprema Corte de Justicia, sentencias n.º 383/2012 y 336/2016.